Son las 5 de la madrugada y el sonido que emiten los pajarillos a lo lejos, anuncia el inicio de otra jornada.
Mi cuerpo, aún cansado por las actividades realizadas el día anterior en el campo y en la escuela, han causado serios estragos en mis ojos; éstos, parecen no obedecer mi cerebro. Todo mi ser pide a gritos unos minutos más de sueño, pero mi mente envía otro mensaje: ¡tenemos que estar listos!
Somnoliento, me levanto de la cama. Los bostezos y las voces de mis compañeros apurando el vestir y la salida del dormitorio, indican que será una andanza pesada. No es para menos, el calor y la humedad que se han sentido en los últimos días por estos lares, han sido extremos. Jamás imaginé que, en algún lugar de la tierra, pudiera sentir tanto calor. ¡Ah, cómo extraño mi pueblo! Allá cuando mucho llegamos a 24 grados y amanece fresco.
¡Vamos, el campo espera! – escuché expresar a alguno de mis compañeros –. Desde luego, todos apuramos el paso, tomamos las herramientas y nos dirigimos a esas tierras que, desde que ingresé a la escuela, hemos cuidado con verdadero esmero. Pudiera pensarse que es un trabajo pesado; sin embargo, de unos días para acá, he comprendido que no es diferente al que hago en mi casa. Mis padres, campesinos, y también los de mis compañeros, nos tienen acostumbrados a ello desde pequeños. Todo tiene sentido. Venimos de hogares humildes donde el trabajo es una constante y lo que aquí realizamos tiene un propósito educativo: comunidad le llaman y, en efecto, tiene sustento.
Unos cuantos metros y el sudor aparece en mi frente. La brisa del amanecer golpea en mi rostro. El calor, de nueva cuenta, hace acto de presencia; no obstante, éste despierta el deseo y logra que el cansancio desaparezca. Risas, chascarrillos y bromas a los “pelones” hacen que el trabajo sea más ameno. ¡Oye cuñado, pásame la pala! – me gritó el más pequeño –. ¡Debemos juntar toda la “yerba” y amontonarla para quitarla del terreno! – me siguió diciendo –.
Hemos terminado y, desde luego, el desayuno nos lo hemos ganado a pulso, pero antes un baño. El agua fría que recorre mi cuerpo limpia la tierra y produce una sensación de alivio y frescura sencillamente inimaginables. ¡Ah, qué delicia! Jamás había sentido tal suceso.
Ya en el comedor los chascarrillos siguen. Las risas brotan a carcajadas y, de vez en cuando, por esta razón, los alimentos salen de nuestras bocas. ¡Eres un manchado! – alguien a lo lejos expresaba – ¡Oigan, pero ya apúrense que el maestro siempre está puntual en el aula! – También a lo lejos se escuchaba –.
La docencia siempre había sido lo mío. Desde que estaba en la primaria, siempre me llamó la atención la forma en que el maestro nos enseñaba.
Aún recuerdo aquel día en que, por ser día del maestro, nuestro grupo preparó una poesía para dedicársela a nuestros profesores, el “maestrito de pueblo” le llamaban: ¡Deme permiso papá, que yo sea maestrito de pueblo, que marque programas justos, que trace caminos nuevos; deje que siembre la miel, deje que propicie el vuelo, de esa águila que parece no tener alas ni alientos; deje que escuche mi voz el militar y el gobierno, el sacerdote, el artista, el paria y el jornalero…! ¿Cómo olvidarla si hay huellas que marcan profundamente el alma?
¿Vocación, elección o decisión? No lo sé, lo que si tengo claro es que estar dentro de esta escuela me ha llenado de alegría y esperanza. ¿Podré dejar la misma huella en mis alumnos tal y como mis profesores la dejaron en mí? Tal vez, no lo sé, lo que sí sé es que desde el momento en que ingresé a la normal, la forma en que veo mi vida ha cambiado por completo. Ahora sé, que tengo que prepararme en algo que aún no logro comprender del todo: pedagogía e ideología, mis maestros y compañeros le llaman. Sí, una pedagogía que encuentra sentido en las escuelas y aulas, y una ideología que halla su razón de ser en la justicia, igualdad y democracia.
Las horas pasan, los aprendizajes fluyen y confluyen en un solo propósito: la formación del ser humano; ese ser tan imperfecto, pero con la capacidad suficiente para aprender y desaprender de nuevo.
La comida ha llegado y, como verdaderas almas que persigue el diablo, corrimos hacia el comedor. La sabiduría da hambre, mucha hambre, y mis compañeros y yo, fuimos una evidencia contundente de ello. De repente el murmullo crece; tenemos que prepararnos para las actividades del 2 de octubre. Fecha tan importante para nosotros porque a través de ella, se recuerda una de las agresiones más violentas de las que fueron objeto estudiantes en la Ciudad de México y en la que, como parece obvio, el grito de justicia no podía ahogarse en el silencio.
La consigna fue clara y contundente: ¡Salimos por la tarde a conseguir autobuses!
Temor, incertidumbre, inquietud y ansiedad, fueron las primeras reacciones que sintió mi cuerpo. Era natural, soy un ser humano que, a pesar de mis convicciones, siente todas estas cuestiones.
Partimos hacia un lugar conocido; el calor y la humedad eran intensos. La respiración se agitaba cada vez más, motivo de una evidente excitación aún desconocida hasta esos momentos. Comentarios por aquí, chascarrillos por allá; todo fluía sin contratiempos. El propósito estaba cumplido, aún y cuando tuvimos ciertas adversidades que propiciaron que el grupo tomara diferentes caminos.
Apenas habíamos avanzado unos cuantos metros y dos sonidos aparecieron: las sirenas de las patrullas y unos disparos al aire. Los gritos comenzaron, el desorden era elocuente; el rostro de mis compañeros cambió por completo. ¿Nos están disparando? – alguien preguntaba –. ¡Qué les pasa si somos estudiantes! – alguien más gritaba –. En mi mente no pudo dibujarse otra cosa más que aquella imagen de la matanza de los estudiantes en Tlatelolco. ¿Será que tendremos el mismo destino? – me cuestionaba –.
¡Tranquilos compañeros, no pasa nada! – alguien alzaba la voz esperando con ello darnos calma –. Sollozos, gritos, desesperación y el temor acrecentaba.
Hubo una pausa.
El camión se detuvo y varios de mis compañeros se bajaron a preguntar qué pasaba. ¿La respuesta? Una ráfaga de disparos que lesionaron a dos de ellos. Sollozos, gritos, desesperación y el temor nos controlaba. ¡No disparen, somos estudiantes! – de afuera se escuchaba –.
Fue una agresión directa, artera, desalmada. Lo que siguió después se quedó en mi memoria: mis compañeros tirados en el piso boca abajo, con las manos en la nuca y con un arma sobre su espalda.
De ellos, ya no supe nada. El silencio se hizo presente por un instante, la calma al parecer llegaba; sin embargo, tiempo después el infierno de nueva cuenta se desataba. ¿Mis padres, qué dirán mis padres?, ¿por qué pasa esto?, ¿por qué nos atacan? – en esos momentos me preguntaba –. Los balazos no cesaban; los gritos, la sangre y la locura se presentaba con su traje de gala.
El caos, como era de esperarse, fue una constante. Como pudimos, varios corrimos a refugiarnos, otros, no tuvieron la misma suerte y, con el transcurso de la noche y la llegada de otros compañeros que nos trasladaron a la escuela, caímos en cuenta que 43 nos faltaban.
Trago amargo; instantes que se quedan grabados en el corazón y el alma.
La respiración y sudoración no aminoraba, y de repente, pegué un salto en mi cama.
Giré rápidamente la cabeza y mis compañeros queridos ahí se encontraban.
¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!