Hace unas semanas supimos, por la prensa, de dos casos horribles de bullying en escuelas mexicanas. Uno de esos incidentes involucró a una niña de la primaria Centenario de la Restauración de la República en la delegación Iztapalapa. El otro resultó en la muerte de un niño de 12 años, Héctor Alejandro Méndez, alumno de la Escuela Secundaria General No. 7 “Prof. Eleazar Cervantes Gómez” en Ciudad Victoria, Tamaulipas.
El tema ocupó espacios en los medios de comunicación masiva durante algunos días. También llevó al gobierno a proponer la Ley General para la Prevención y Atención de la Violencia Escolar. La muerte de Héctor Alejandro, por su parte, resultó en la consignación de algunos funcionarios del plantel, aunque no de sus principales directivos.
Me parece casi increíble e indeciblemente indignante que en las escuelas – uno de los espacios civilizatorios por excelencia- de México ocurran cosas así. Que ocurran y que no pase nada. Que podamos vivir tan tranquilos con ello pasándole a nuestros niños, justo en esos lugares en los que dejamos a nuestros hijos pensando que, más allá de que los eduquen, están seguros.
Claramente, nos engañamos; las mamás y papás del país nos engañamos. No, nuestros hijos e hijas NO están seguros en sus escuelas. Así lo indican los datos (pocos y fragmentarios). Así lo indican las normas legales vigentes. Dejo a mi hijo en la escuela pensando que la escuela es responsable de su integridad física y emocional, pero, legalmente, no lo es, o lo es de manera horripilantemente tenue.
Si mi hija se cae y se fractura la cabeza en su escuela, me entero al llegar a mi casa y nadie en su centro escolar asume responsabilidad alguna. Si mi hijo de 9 años es objeto de violencia sicológica, emocional o física en su colegio, el problema es mío y de él; de nadie más y, ciertamente, de ninguna de las autoridades y/o funcionarios de su escuela. Estamos, todos, a la intemperie.
A los lectores de este diario todo esto pudiera parecerles tan “cercano” como lo que ocurre en alguna provincia remota de Afganistán. Existen numerosos indicios, sin embargo, de que en las escuelas privadas de México –incluyendo las “mejores” y más caras- la cosa pareciera estar igual o peor (juzgando por la evidencia personal y anecdótica a la cual he tenido acceso) que en las públicas.
Me cuesta entender cómo es que no hacemos nada. Me cuesta entender cómo es que no nos preocupa y ocupa la seguridad más básica de nuestros hijos. Hector Alejandro provenía de una familia humilde, pero su caso, lamentabilísimamente, no es privativo de los (muchos) que tienen poco en el país. Nos toca también a los que por azares del destino podemos pagar escuelas mucho muy “nice”. Nuestros niñitos “hyper-nice” son también víctimas y victimarios de violencias inceptables en sus centros escolares. Victimarios y víctimas de conductas violentas que los ponen en riesgo y que indican que muchas escuelas no están logrando cumplir su misión más básica y fundamental: garantizar la seguridad de sus alumnos y civilizarlos.
Según sabemos por los resultados de la TALIS 2009 –primera encuesta a maestros de secundaria a nivel mundial llevada a cabo por la OECD- México presenta prevalencia de conductas vlolentas (abuso verbal y daño físico a compañeros, por ejemplo) entre alumnos de secundaria que son mucho mayores a las de los países desarrollados, y más del doble y triple, respectivamente, que las que presenta Brasil.
La pregunta obligada es qué vamos a hacer las mamás y los papás de todos esos niños al respecto. ¿Alguna cosa? ¿Nada?
Publicado en El Financiero