“…Nos quitaron ocho plazas, para unos que ni les importa estudiar, que ni han sufrido…”
Resulta difícil encontrar las palabras y el tono adecuado para compartir el significado de estas palabras que fueron pronunciadas el 31 de octubre por un normalista rural en el Colegio de México, al participar en un foro junto con los padres de dos de los 43 normalistas desaparecidos el 26 de septiembre. Ahí fueron recibidos por estudiantes y profesores, y les dio la bienvenida una estudiante que muy atinadamente recordó que dicha casa de estudios es una institución educativa pública, pagada por el pueblo.
Ahí, escuché decir al padre de Christian Rodríguez que él mandó a su hijo a la Normal Rural Isidro Burgos a estudiar, no lo mandó a la guerrilla, ni tampoco a ser delincuente. Escuché a José Solana hablarnos de sus compañeros, entre los 18 y los 22 años, con los que estudiaba y jugaba al futbol. Recordó a los que fueron asesinados, no sólo ahora sino también hace tres años; a su amigo que fue torturado entonces, a su compañero que fue desollado, de los seis heridos, de los 43 que no sabemos dónde están desde hace más de un mes.
43… ¡tantos!, tantos que para gritar justicia en las manifestaciones de solidaridad, se cuenta del uno al 43 sin poder pronunciar cada uno de sus nombres. Tenían que ser tantos, después de 30 mil desaparecidos, después de sacar fosas y más fosas, con cuerpos y trozos de cuerpos, para que algunos, muy pocos, todavía un número insignificante, escuchemos a jóvenes como José contar lo que hacía en Iguala el 26 de septiembre, lo qué hacía en la carretera del Sol aquel 12 de diciembre de 2011, cuando no fue suficiente que murieran dos estudiantes para que la noticia en los periódicos durara más de unos cuantos días…¡Tenemos una memoria tan corta!…
“Todos los años nosotros, los estudiantes, conseguimos el ingreso a la normal” nos dice José. “Yo solo podía mandar a mi hijo a Ayotzinapa porque no puedo pagarle estudios en una escuela de otra categoría”: son palabras que dijo el señor Valentín Romero y que oímos en boca de otros padres que intentan controlar su dolor; en el periódico leo que la hermana de Abel Hernández, cuenta que él, hijo de campesinos mixtecos, quería ser alguien en la vida y ayudar a su familia, y que estuvo muy contento en Ayotzinapa desde que llegó. Durante años he leído frases como estas en las cartas e informes del Archivo Histórico de la SEP; lo he oído en las voces de los estudiantes normalistas rurales y sus familias en todo el país.
Las escuelas normales rurales se comenzaron a abrir desde los años veinte y a finales de la década de 1930 preparaban a la mitad de los maestros normalistas que dependían del gobierno federal, cuando la mayor parte de los maestros en México no tenían ni la primaria concluida. Desde entonces fueron refugio para huérfanos, vías únicas para acceder a los estudios para muchos campesinos, mineros, hijos de maestros y de soldados. Han ofrecido, gracias a sus becas y sus internados, opciones de vida para pobres que han entrado ahí precisamente por ser pobres, de aquí o de allá, de los campos y de los suburbios más miserables del país. Las escuelas han modificado, desde sus inicios hasta nuestros días, las trayectorias de familias completas, generación tras generación, cuyo destino hubiese sido seguir en la miseria, irse “al otro lado”, o ahora, sembrar amapola o entrarle al narco.
Las escuelas fueron pensadas para civilizar, para educar por medio de la razón, para formar hombres y mujeres capaces de auto-controlarse, de defender los postulados básicos de la Constitución de 1917, de promover la cultura en las comunidades rurales, de convertirse en actores con iniciativa, capaces de guiar a los demás por su conocimiento. Pero salvo excepciones (en los años treinta y cincuenta sobre todo) los presupuestos han sido insuficientes para que los estudiantes tengan una vida “digna” en los internados, y por “vida digna” me refiero, al menos, a tres comidas diarias, con suficientes nutrientes, algo mejor de lo que muchos de los estudiantes podrían tener en sus casas.
Pese al terrible rezago educativo persistente en México -siempre en zonas rurales e indígenas, más recientemente en zonas urbanas marginales- desde finales de los años cincuenta se ha hablado del exceso de estudiantes normalistas y el problema del desempleo de los egresados. Los planificadores gubernamentales, previendo problemas mayores, han marcado topes a la matrícula de las escuelas normales en general y de las rurales en particular, como si la autorización para la creación de normales privadas fuese algo que no tuviera nada que ver con el problema, o en nuestros días, la apertura para que cualquier profesionista que pase un examen pueda ejercer el magisterio. Los medios de comunicación nos dicen constantemente que la culpa de la mala calidad de la enseñanza son los maestros mal preparados, sin considerar el daño que históricamente ha hecho la mancuerna entre líderes sindicales y autoridades gubernamentales en los procesos de formación de docentes.
Reducir la matrícula de las escuelas normales tiene un significado muy diferente para los planificadores o para quienes logran colar a algunos recomendados, que para familias cuya posibilidad de que uno de sus miembros logre prepararse y ser maestro es como un milagro. La diferencia es abismal, es, de hecho, de vida o muerte. Pero en realidad, esa posibilidad no es un milagro. Las escuelas normales rurales, teniendo todo en contra, han logrado sobrevivir porque los estudiantes se han empeñado, año tras año, en mantenerlas abiertas, en sostener la matrícula, en defender su derecho a la educación, como han podido. Han contado, casi siempre, con el apoyo de las poblaciones en donde se han instalado las escuelas. ¿Acaso parece extraño?
“Ustedes se lo ganaron por revoltosos”: es la frase que en radio y televisión Omar, estudiante de Ayotzinapa, ha recordado en boca de un militar cuando él le pedía que se le diera atención médica a su compañero, herido de gravedad. Como sociedad hemos minimizado la importancia del hallazgo de fosas porque se suponen llenas de delincuentes anónimos; minimizamos también el asesinato de normalistas rurales y la desaparición de 43 jóvenes, porque son calificados de “revoltosos” y no nos preguntamos por qué; dejamos pasar que por diferencias ideológicas o secuestrar un camión pueda justificarse el asesinato y la desaparición forzosa olvidando la libertad de expresión y las instancias para hacer justicia.
Si, lo sé, la historia es mucho más compleja. Pero en estos momentos me parece imprescindible recordar lo más elemental: ¿Les diremos a nuestros hijos que no nos importó que cada vez haya más gente en la miseria? ¿Cómo podremos explicarles que hay jóvenes que mueren porque quieren ir a la escuela? ¿Cómo hacerles comprender qué ocho plazas para ser maestro se convirtió en una cuestión de vida o muerte? ¿Podremos admitir frente a ellos que tiene que haber 30 mil desaparecidos y muchas otras atrocidades como las de la guardería ABC, Tlatalaya y tantas otras, para que unos cuantos, unos poquitos, escuchen la voz bilingüe y valiente de un joven estudiante normalista rural?, ¿Les contaremos que tuvo que haber 43 estudiantes desaparecidos por más de treinta días para que no olvidemos la tragedia en unos cuantos días? ¿Somos capaces de algo más que ser testigos del horror y partícipes de la discriminación? ¿Qué tal si mejor le apostamos a la justicia y a comprometernos en construir un sistema educativo que brinde oportunidades a todos?
Investigadora titular del Departamento de Investigaciones Educativas, Cinvestav.
acivera@cinvestav.mx