Dra. Claudia Campillo Toledano[i]
Los acontecimientos ocurridos el pasado 18 de enero donde en un colegio privado un joven disparó contra su maestra y algunos compañeros en la ciudad de Monterrey, fueron sin duda, un signo de alarma para muchos, pero desafortunadamente, para otros, algo que es solamente una de entre muchas señales de la crisis social que vivimos en nuestro país. Ante este tipo de situaciones, la sociedad entera se pregunta ¿cómo es posible que estas cosas ocurran? Y en el mejor de los casos ¿hay alguna forma de evitarlo? La preocupación por la seguridad de nuestros hijos ahora se ha trasladado al ámbito escolar, la escuela ha dejado de ser el espacio social que aseguraba la integridad de los niños.
Muchas voces han proclamado la falta de responsabilidad de las escuelas y del gobierno en estos hechos; de manera superficial algunas personas han culpabilizado al joven junto con su familia y en el mejor de los casos, le han concedido el beneficio de una “patología psicológica” para deslindar de responsabilidad al resto de la sociedad. Ambas posturas revelan una falsa consciencia sobre la problemática de la violencia social y en particular, de la profunda problemática que se observa en los ámbitos escolares.
La sociedad mexicana ha vivido en los últimos 15 años una espiral ascendente de violencia inicialmente ocasionada por la guerra del gobierno federal contra el crimen organizado, delitos de alto impacto como ejecuciones, desapariciones forzadas y balaceras en los espacios públicos se volvieron una constante de la vida pública, con sus ya conocidas consecuencias en el incremento de homicidios y delitos relacionados con el narcotráfico.
Como en el resto del país, la sensación de inseguridad ha permanecido constante, tal como muestra la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), ya que cerca del 70% de los habitantes de 18 años o más consideró que vivir en su ciudad es inseguro (INEGI, 2016). De acuerdo con ese mismo estudio, el 72% se siente inseguro en el transporte público, el 61% en las calles que habitualmente usa, el 50% en los parques.
La ausencia de seguridad en espacios públicos es un fenómeno recurrente en las ciudades, la ocurrencia de hechos antisociales se ha vuelto común, pues según el INEGI (2016) 67% de la población manifiesta haber presenciado consumo de alcohol en las calles, mientras que el 65% ha manifestado haber observado asaltos y robos, el 58% vandalismo y un 40% venta de drogas (INEGI, 2016, ENSU).
El problema de la violencia y la criminalidad es un fenómeno creciente que tiene como principales protagonistas a jóvenes y adolescentes. De acuerdo a Cerda (2010:124) en la zona metropolitana de Monterrey existen barrios completos donde la presencia del fenómeno de la violencia doméstica y la derivada del pandillerismo se conjuntan y generan un medio ambiente hostil, no sólo para las familias que habitan ahí, sino para todo el tejido social en su conjunto. Cerda señala que “la violencia en la entidad ha tomado ‘espacios’ específicos en la urbe, no sólo porque en 200 barrios se concentra el 60 por ciento de los casos de violencia doméstica, sino porque en estas colonias se ubica entre 60 y 80 por ciento de las pandillas de la urbe.”
Sin embargo, esas son solamente algunas de muchas formas en que la violencia ha escalado posiciones en la vida social, el incremento de violencia familiar es notable, al registrarse más de 49,638 casos en el período 2014-2016 (PGJNL, 2017). Nuevo León se encuentra entre los estados con las tasas más altas de feminicidios en el periodo 2011-2013 (INEGI, 2015) y según el CEAMEG (2013) está entre los 10 estados con mayores índices de violencia y maltrato infantil en el país.
La escuela, al igual que las demás instituciones sociales ha sido colonizada por la violencia desde hace tiempo atrás, en años recientes, la violencia escolar es una constante en la vida cotidiana de los niños y niñas de nuestro país. La escuela no es otra cosa más que el reflejo de las dinámicas sociales y familiares que tienen lugar en nuestro entorno. Sin embargo, tanto autoridades como padres de familia hemos ignorado las señales de alerta que se han manifestado de manera brutal en nuestros niños. De acuerdo al informe sobre acoso y violencia escolar en Nuevo León, en las escuelas urbanas existe una prevalencia del 79% de violencia ocasional, siendo la violencia de riesgo, grave y muy grave el 12% restante (Diario Oficial del Estado de NL, 2016).
No obstante, existen evidencias recientes que permiten responder a las preguntas sobre las causas de la violencia en la población infantil y juvenil y sobre todo, propuestas concretas de atención a este grupo poblacional en particular. USAID México financió el proyecto Modelo de Relaciones Familiares para Prevenir la Violencia Juvenil desarrollado por la Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano de la Universidad Autónoma de Nuevo León, donde se realizó un diagnóstico integral de las causas de la violencia en niños, niñas y jóvenes de entre 10 y 15 años en 17 escuelas primarias y secundarias ubicadas en tres polígonos del Área Metropolitana de Monterrey.
Los polígonos de estudio fueron elegidos por su alto nivel de marginación social y la prevalencia de altas tasas de violencia familiar y delitos del fuero común. Las escuelas colaboradoras en el proyecto se caracterizaron por una alta tasa de ausentismo y deserción, bajo rendimiento escolar y altas tasas de violencia y acoso entre su población.
Este proyecto permitió identificar 9 factores de riesgo que inciden en la comisión de actos violentos y la incorporación de los niños a grupos delictivos y criminales. Los principales hallazgos muestran que la niñez en esta región del país es altamente vulnerable debido a la combinación de factores individuales, familiares y comunitarios que contribuyen a su aislamiento social y a incorporar la violencia como elemento central de las interacciones sociales.
El 98% de los niños, niñas y jóvenes regiomontanos que participaron en el estudio señalaron haber experimentado algún evento crítico en su vida asociado a una situación violenta o delictiva, del mismo modo, se encontró que la débil supervisión parental era un factor significativo con un 90%, lo mismo que las tendencias a tomar riesgos impulsivos, la participación de amigos en actividades violentas o delictivas con un 77% y el fácil acceso al consumo de drogas con un 73%. Asimismo, la población escolar atendida mostraba una ausencia de expectativas de futuro, lo que se traduce en la falta de metas y de esperanza sobre su realización personal.
Estos resultados nos muestran el panorama poco alentador que enfrentan los niños, niñas y jóvenes que asisten a las escuelas en nuestra ciudad. Su alto nivel de exposición a la violencia ha dejado una huella importante en su salud psico-emocional, provocando sentimientos de angustia, impotencia y aislamiento social, la escasez de vínculos positivos en las dinámicas familiares debido a que los padres dedican más tiempo al trabajo y a la provisión de bienes materiales, además de la influencia negativa de los pares; ésta es una combinación que potencializa la presencia de conductas antisociales, la neutralización de la culpa y la agresividad como forma de interacción social.
Las políticas públicas orientadas a la prevención y atención de la violencia y acoso escolar no pueden solamente quedarse, como hasta ahora, en reglamentos y comisiones especiales. La seguridad de los niños y niñas en las escuelas es responsabilidad de toda la comunidad, no es un asunto exclusivo de los maestros y los directivos, debe ser objeto de una política pública integral orientada a la generación y fortalecimiento de dinámicas positivas que propicien el sano desarrollo de los niños y jóvenes y permita la formación de generaciones de ciudadanos que han optado por la violencia y el crimen como única forma de relación social. La integralidad de la atención a la población infantil dentro de las escuelas requiere de una visión comprehensiva de la problemática de la violencia como un asunto multifactorial y complejo que requiere de intervenciones multidisciplinarias sustentadas en el conocimiento proveniente de la investigación social.
Acciones aisladas como la operación mochila segura o las mochilas transparentes no constituyen un programa o política de atención integral; parten de la buena intención de evitar que se introduzcan armas o drogas a las escuelas, sin embargo, el uso de la fuerza y la autoridad sobre los niños y niñas solamente contribuyen a la criminalización, estigmatización y aislamiento social de los menores, que detonan en mayores niveles de violencia sobre nuestros niños propiciando lo que originalmente se quiere evitar.
La toma de decisiones de los gobiernos para el desarrollo de políticas y programas sociales enfocados a la prevención de la violencia y la delincuencia, debe fundamentarse más allá de la lógica de las buenas intenciones o de posturas sustentadas solamente en la moral social y recurrir a experiencias previas que sean exitosas en el contexto nacional y local.
Los programas de prevención de la violencia en las escuelas deben enfocarse a atender las causas que generan ambientes negativos en los procesos de formación y socialización de los niños y niñas, por lo que las decisiones de política pública deben realizarse buscando el desarrollo e implementación de programas basados en evidencia sustentados en el conocimiento científico que incluyan indicadores de medición que den cuenta de sus resultados.
[i] Profesora- Investigadora Facultad de Trabajo Social y Desarrollo Humano, Universidad Autónoma de Nuevo León, Miembro del SNI Nivel II, correo electrónico: claudiacampillo@hotmail.com