Carlos Ornelas
Para quienes nos dedicamos al estudio de la educación internacional y comparada, los informes de los organismos intergubernamentales son fuente de conocimiento y de reflexión. También usamos conceptos e ideas para enmarcar los análisis de problemas domésticos.
Quienes tenemos como foco de investigación principal las reformas educativas y buscamos alternativas humanistas, los reportes de la Unesco nutren nuestro impulso y nos provocan a utilizar sus herramientas de análisis; incluso, a incorporar como nuestros ciertos de los propósitos que formulan.
Así fue con Aprender a ser (Informe Faure, de 1972), La educación encierra un tesoro (o Informe Delors, de 1996, mi favorito) y Repensar la educación (de 2015). A finales del año pasado la Unesco produjo un texto que, aunque cita poco a los precedentes, da continuidad a su espíritu.
Todavía no hay una versión en español, pero hice la traducción literal del título: Reimaginar juntos nuestro futuro: Un nuevo contrato social para la educación. Los conceptos centrales, reimaginar y contrato social, son los ejes articuladores de un argumento complejo, a veces confuso (quizá por el número de plumas que participaron en la redacción o para evitar la incorrección política), lleno de sugerencias valiosas y pensamientos que pueden ser de provecho para alimentar razonamientos en la plaza pública y la academia.
Previo a las reflexiones de re-imaginación, el informe presenta un diagnóstico de las desigualdades, ineficiencias, desafíos no afrontados y, en casos, la falta de transparencia en las relaciones al interior de los sistemas escolares; habla mucho de los docentes, pero casi nada de los sindicatos de maestros. Describe un panorama que aun antes de la pandemia parecía ruinoso.
Audrey Azoulay, la directora general de la Unesco, resume los desafíos mas pone por delante el ministerio de los sistemas educativos “La educación desempeña un papel fundamental a la hora de afrontar estos enormes retos. Sin embargo, como ha demostrado la pandemia, la educación es frágil: en el punto álgido de la calamidad de covid-19, 1.600 millones de alumnos se vieron afectados por el cierre de escuelas en todo el mundo” (mi traducción).
Sahle-Work Zewde, la cabeza de la Comisión Internacional para el Futuro de la Educación que redactó el informe y presidenta de la República Democrática Federal de Etiopía, en un párrafo clave, resume el ejercicio de imaginar y la matriz del nuevo contrato social: la educación como derecho humano (plasmando desde la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, en 1948) y un bien común (no sólo público):
“Partiendo de lo que sabemos, tenemos que transformar la educación. El respeto de los derechos humanos y la preocupación por la educación como bien común deben convertirse en los hilos conductores de nuestro mundo compartido y nuestro futuro interconectado. Tal y como se defiende en este informe, estos dos principios universales deben convertirse en los fundamentos de la educación en todas partes” (traducción libre).
A lo largo del informe se ofrecen ejemplos de ese nuevo contrato social, en la pedagogía, los fines del aprendizaje, la cultura, el papel de las autoridades (muy desdibujado y se explica porque la Unesco pertenece a los estados miembros) y, en especial, la función del trabajo docente.
No alego que este informe sea perfecto o que garantice mucha inspiración; pienso que tampoco tendrá el mismo alcance que Aprender a ser o La educación encierra un tesoro. Pero es un viento fresco en un mundo donde predominan los enfoques tecnocráticos de otros organismos intergubernamentales, como el Banco Mundial y la OCDE.
Su lectura también me permitió dejar, al menos por un rato, las diatribas de Marx Arriaga y el desbarajuste que se cargan en la SEP.