Carlos Ornelas
15 de mayo, día de peso para el magisterio, celebración de su ser y hacer. Festejo que instituyó el presidente Venustiano Carranza en 2018 y que tomó fuerza más allá del Estado; la sociedad también celebra a los maestros y quizá lo hace con sinceridad, no con el ánimo de ganar su voto ni de hacerlos dependientes. Sin embargo, el mensaje que surge del gobierno se escucha más, hoy todavía más por las mañaneras.
Las reformas educativas que emprendieron los señoríos del régimen de la Revolución mexicana siempre manifestaron el propósito de ganar a los docentes para su proyecto; también el gobierno de Enrique Peña Nieto. Para ello crearon símbolos que exaltaban la figura y labor del maestro más allá de las aulas. Y los símbolos son tan importantes para el ejercicio del poder como otros recursos.
Vasconcelos, el legendario primer secretario de Educación Pública, elevó la figura del maestro a rango de misionero que forjaba la cultura nacional, encumbraba a la raza cósmica y reforzaba el patriotismo de los mexicanos. Lo concibió como un ser superior y emisario de la civilización. Su misión personificaba a Quetzalcóatl y a Odiseo, maridaba las culturas helénica y precolombina.
En los tiempos de la educación socialista, bajo el liderazgo de Lázaro Cárdenas, el régimen enalteció el símbolo del maestro y le asignó el papel de protagonista de la historia. Sería un abanderado del conocimiento científico (concepto racional y exacto del universo y de la vida social), pero también un organizador de las masas para luchar contra la opresión capitalista.
En los tiempos de la unidad nacional, renació el patriotismo en la escuela y el gobierno erigió al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. El maestro dejó de ser agitador de masas para convertirse en apóstol. El ser entusiasta que llevaba alfabeto y cultura hasta los lugares más apartados con vocación de servicio; su virtud principal: ser abnegado.
Tal vez, en lugar de cautivar a los maestros para la causa de la educación nacional o para los planes del gobierno, el régimen de la Revolución mexicana forjó una tecnología del poder con el ánimo de controlar a los maestros por la vía de dar canonjías a los dirigentes del SNTE.
Ya en la etapa de la globalización, el gobierno de EPN le demandó al maestro que fuera un profesional, que desplegara sus capacidades al máximo con el fin de que la sociedad respete y legitime sus credenciales académicas. Además, que su labor en el aula sea congruente con los principios que se inspiran en una ética profesional que ponga el acento en los valores comunes de la humanidad.
Ese agregado de creencias permitió a los maestros cumplir con su tarea a pesar de las escasas recompensas materiales y ser, por mucho tiempo, respetados y apreciados por la sociedad y el Estado. No obstante, permitieron que los líderes del SNTE determinaran su trayectoria laboral.
Quizá hoy más que en el pasado, la retórica edificante del gobierno, del presidente en persona, que se dirige a los docentes sea más alegórica, pero no constituye un símbolo para ellos. No son misioneros ni organizadores sociales ni apóstoles y menos profesionales.
Lo más cercano está el “Marco curricular y plan de estudios 2022 de la educación básica mexicana”: “Las maestras y los maestros son profesionales de la cultura en el sentido antropológico del término que convocan el saber, son interlocutores de diversas generaciones de personas que pertenecen a las comunidades en las que ejercen su práctica educativa, que los coloca como sujetos centrales de la transformación social”.
Si se lee con cuidado esa propuesta, se notará que amaga con disminuir la estatura de los maestros al alzar el valor de la comunidad. Y, excepto los de la CNTE, los maestros no protestan.