Al contrario de las distintas instituciones públicas de educación superior estatales, en donde el gobernador designa secretamente al director o al rector, la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ) se organizó en días pasados para elegir a su rector por el periodo 2018-2021. Esta libertad, claro está, no significa que los universitarios seamos totalmente refractarios a vicios políticos o inmunes a la noción tribal del poder. “Si hay clientelismo con estudiantes, cargada con maestros y un tímido debate entre candidatos es muy nuestra autonomía eh; no se metan”. Esto es un error.
Defender la autonomía universitaria implica también revisar los métodos de elección de autoridades universitarias y no conformarse con la idea de triunfo. Por su libertad y capacidad intelectual, la UAQ puede organizarse para, en primer lugar, reconocer las malas prácticas que acarrea un método de elección de voto abierto entre estudiantes y docentes y segundo, proponer formas de elección que combatan esos vicios y traten de modular el comportamiento de los agentes universitarios. No juguemos a la “democracia” destruyendo instituciones promotoras de conocimiento y crítica pública.
En aras de contribuir al desarrollo y fortalecimiento institucional de la UAQ, me parece importante reconocer lo logrado en el periodo 2012-2018, recapacitar sobre los errores – porque una vida sin autoexamen no es digna de ser vivida, diría Sócrates -, y rehacer el plan de trabajo para ofrecer confianza y certidumbre.
¿Qué hay entonces que reconocer? En primer lugar, la administración que encabezó a la UAQ en los últimos años hizo una clara defensa del carácter público de la universidad mexicana. Se presentaron argumentos para lograr un financiamiento justo en virtud de los resultados obtenidos. Además, se rechazó la posibilidad de aumentar las cuotas dado el ingreso económico de los hogares de los jóvenes que deseamos formar y se adoptó una política de austeridad en los niveles jerárquicos más altos de la burocracia universitaria. Ser responsable en el manejo financiero de una universidad que elige por voto directo a sus autoridades es digno de reconocerse.
En segundo lugar, la administración saliente respondió a los requerimientos de evaluación y “calidad” establecidos por las autoridades educativas federales. En el periodo 2010-2011 había una proporción mayor de profesores con maestría que con doctorado, sin embargo, esta relación se invirtió para el ciclo 2015-2016. Ahora en la UAQ hay 34 por ciento más de doctores que hace cinco años. Aunado a esto, también hay 32 por ciento más miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) en 2017 que en 2012.
Con la reserva de que los actuales esquemas de acreditación reflejan “calidad”, la UAQ ha mostrado que puede incrementar el número de programas acreditados a la par de elevar su matrícula de estudiantes en licenciatura. Mientras en 2012 había sólo 19 programas de “calidad”, para 2016 se tenían 46, según el Quinto Informe del rector. A pesar de la sobre simplificación a la que orillan los criterios del Programa Nacional de Posgrado de Calidad (PNPC), la UAQ “ha sabido bailar bien ese son”. Mientras en 2012 había sólo 33 programas con este reconocimiento, para 2016 este número creció 48 por ciento para ubicarse en 64 programas.
Pero no seamos vanidosos. Estos indicadores no logran cubrir todos los aspectos que son sustanciales para dirigir y fortalecer a una universidad como la UAQ. Responder a los requerimientos burocráticos de la Subsecretaría de Educación Superior (SES) y del Conacyt ciertamente le ofrece a la UAQ una capacidad real de interlocución con las autoridades educativas a nivel federal y un escudo de prestigio frente al poder estatal, pero dicen poco sobre la legitimidad interna de la autoridad para encauzar un cambio institucional real.
Las mediciones de “calidad” dominantes frecuentemente omiten el nivel de cooperación que es necesario entre universitarios para impulsar proyectos comunes que busquen ampliar las capacidades de los estudiantes y fortalecer las trayectorias académicas en un ambiente de confianza y genuino compromiso. Interés y compromiso existen, lo que escasea es la imaginación para introducir incentivos para impulsarlos y no son los mecanismos de control y vigilancia lo que da resultados.
Por eso, basándose en los errores – que una contienda electoral debería enseñar –, la administración entrante podría revisar su filosofía universitaria, repasar su diagnóstico y reflexionar sobre el alcance de sus propuestas.
Sorprendió, por ejemplo, que sin mayor recato se haya utilizado de manera indiscriminada el término de “excelencia” en la educación. ¿Y esto qué significa? Pablo Latapí Sarre, Premio Nacional de Ciencias y Artes 1996, aclara: “Permítanme decirles que considero este ideal de la excelencia una aberración. “Excelente” es el superlativo de “bueno”; excelente es el que excellit, el que sobresale como único sobre todos los demás; en la práctica, el perfecto. En el ámbito educativo, hablar de excelencia sería legítimo si significara un proceso gradual de mejoramiento, pero es atroz si significa perfección”.
Antes de que la vorágine del puesto engulla las buenas intenciones, sería muy sano que la rectora electa, la doctora Teresa García Gasca explique qué tipo de continuidad vamos a tener, porqué tenemos que seguir creyendo en una administración universitaria basada en un tipo de indicadores como referente de calidad cuando otras mediciones y políticas son posibles, porqué seguir apostándole a los sistemas de estímulos económicos cuando la evidencia muestra que son limitados para lograr los resultados esperados, qué mecanismos habrá que introducir para tomar decisiones colegiadas y contrarrestar la discrecionalidad que todos los candidatos detectaron, qué incentivos – más allá de lo económico – habrá que poner en marcha para el trabajador que cumple, cómo se puede desaparecer el halo clientelista que se cierne sobre el programa de becas para empezar a sustentarlo en conocimiento y evidencia empírica, cómo se va a recomponer la relación con el sindicato del personal académico y cómo se va a ecualizar la creciente presión externa de la política pública federal con una legítima aspiración de cambio institucional real.
La autonomía universitaria se concreta y toma significado cuando imaginamos cosas distintas y somos capaces de realizarlas sin encono. Ésta es precisamente la oportunidad que tenemos en la UAQ en el periodo 2018-2021.