Raúl Zepeda Gil*
Uno podría presumir que la transición de la educación formal a los instrumentos en línea sería temporal y, terminada la cuarentena después de que la población sea inoculada por COVID-19, la infancia y juventud en el mundo regresará a los salones de clase. Sin embargo, conforme pasan los días, señales desde las instituciones de educación superior y del sector privado en todo el mundo muestran que hay un tecno-optimismo preocupante que quiere aprovechar la coyuntura para convencer que la transición a la educación en línea es urgente y, con ello, continuar, por otras vías, las tendencias estrictamente métricas de la educación. Me explico.
Alex Beard hizo un reportaje fascinante para The Guardian titulado “Can computers ever replace the classroom?”. En el reportaje, Beard nos lleva de la mano por la historia de Derek Haoyang Li, uno más de los emprendedores de la industria digital en China, quien, en una especie de paralelo con Elon Musk en el terreno de la educación, quiere revolucionar el campo. ¿La vía? El uso de inteligencia artificial para medir y diseñar en tiempo real las experiencias de aprendizaje de aquellos quienes usan las plataformas diseñadas por su compañía, Squirrel AI, la cual se ha introducido en el mercado de la educación privada asiática (en particular de China) como una potente herramienta para garantizar grandilocuentes resultados: desde pasar exámenes hasta ‘crear genios’. El apetito de Haoyang Li es tanto como la egolatría usual desplegada por los nuevos emprendedores de la industria tecnológica: aspira, abiertamente, en transformar a la profesión docente en una herramienta auxiliar de la inteligencia artificial, crear profesiones precarizados de la gig economy, al igual que Uber o cualquier otra apliación de celular.
Los empresarios de la industria de la inteligencia artificial en la educación, como cualquier otro empresario cuyo negocio depende del internet, están más conscientes de la brecha digital que el resto de nosotros, de ello depende su mercado. Aunque muchos consumidores (familias) del mundo en desarrollo no se han integrado, los de las economías más desarrolladas son el laboratorio. Sus resultados servirán para la expansión. Luego entonces, estos días de pandemia son oro para experimentar con plataformas digitales, productos en línea, para comprometer a universidades y otras instituciones a comprar licencias, e incluso, convencer a gobiernos de nuevamente gastar millones en software y contenidos pre-cargados. Más allá de la crítica usual -pero relevante- de que estas tecnologías crean brechas entre alumnos sin acceso a tecnologías y profesores no entrenados en ellas y aquellos que sí, la aspiración fundamental es desmantelar a la institución escolar formal para transformarla a la escolarización en pequeños productos: una vez más, menús adaptables al usuario.
Las preocupaciones sobre estas transformaciones pueden ser fácilmente descalificadas. El tecno-optimismo suele calificar a las críticas como atavíos que niegan el progreso humano, como reacciones conservadoras que gustan de instituciones caducas en su diseño, o aún más, en trasnochismos de izquierda que niegan el panegírico de las buenas nuevas de la computadora. Sin embargo, más allá de las críticas usuales, indispensables, sobre desigualdades, gasto público ineficiente, calidad (que quizás sea más débil conforme estas plataformas logren tener mejor rendimiento), quiero hacer una defensa breve del salón de clase en otros términos.
Una de las funciones no-escolares más importante de las escuelas es la socialización. Efectivamente, en sistemas educativos fragmentados, la falta de diversidad en las escuelas puede hacer que la socialización pueda terminar reproduciendo desigualdades, por ejemplo, que padres busquen escuelas para que sus hijos tengan compañeros de la misma clase social. Pero, igual, en la escuela se crean redes de solidaridad, aprendizajes para la vida, además de la difusión del positivo efecto del juego y la amistad en el desarrollo infantil. En estos días en que el mundo digital nos absorbe, y más con la pandemia, estamos recordando lo importante y relevante de nuestra socialización. Somos, a final de cuentas, seres que aprendemos y vivimos en comunidades. Digitalizar la escuela implica separar a los infantes de sus congéneres, de su comunidad.
Pretender que el chat de WhatsApp o Zoom resolverán esas brechas es ilusorio. La investigación en psicología en estos días lo ha dejado claro: Brooks y colegas argumentan en The Lancet que el distanciamiento social puede causar problemas emocionales, depresión, estrés, insomnio, estrés postraumático y agotamiento emocional. Igualmente en The Lancet, Lee argumenta que el incremento de enfermedades mentales en el aislamiento durante la pandemia en toda la infancia y juventud alejada del salón de clase en la pandemia será considerable, sobre todo porque un sostenimiento importante de la salud de muchos son las amistades en los salones de clases.
El salón de clase es también un modelador del comportamiento social. Las escuelas son para muchos segundos hogares, sistemas de protección ante el abuso, y crean expectativas sobre el futuro que no se consiguen en línea. Entiendo que, ante las crisis pedagógicas de la educación enciclopedista y el abuso escolar, substituir al salón suene tentador, pero puede tener un efecto perverso: dejar abandonadas a juventudes en desarrollo. La escuela, el edificio y sus maestros, son un brazo del Estado para dirigir generaciones. Dejar en manos del mercado digital esa función sería irresponsable, más cuando los Estados buscan soluciones más baratas para suplantar instituciones.
La digitalización absoluta, en lugar de ser complementaria, amenaza la profesión magisterial y su rol de guía en la formación de generaciones. Al igual que los médicos, el magisterio es uno de esos cuerpos del Estado que proveen servicios fundamentales. Reducirlos a ser apoyos en línea cuando la plataforma no alcanza a cubrir las necesidades inmediatas de los alumnos es subestimar el efecto que tienen los maestros en la creación de expectativas, sueños y formas de socialización para la vida. Quizás un buen crítico dirá que he romantizado a la escuela ante sus defectos, pero más bien creo en su mejora, no en su reemplazo.
Finalmente, el proyecto digitalizador, que seguramente aprovecha estos días en vender sus productos a los gobiernos gracias a los adultos que creen ingenuamente que, como sus hijos se la pasan revisando el celular, ya no hay más que adaptarse haciendo de la escuela un celular, es una nueva fase del proyecto educativo de la métrica por sobre la experiencia escolar completa. Aunque muchas reformas educativas incentivadas por PISA han sido derrotadas por los sindicatos magisteriales en el mundo, la obsesión con reducir los malos números de PISA sigue causando pesadillas nocturnas a los ministros de educación del mundo. Nuevamente creerán que transformar la educación en una tableta resolverá el problema de que los niños no sepan responder problemas en un examen. El sueño evaluativo de mercado no ha muerto. Sin embargo, espero que, como en otras pandemias y calamidades, las instituciones como la escuela resistan el embate.
* Estudiante de doctorado en King’s College London. Ahora interesado en los efectos de la escuela en la pacificación.