Repetir sin cesar. Así lo recomiendan los expertos. Ritornelo, estribillo o cantinela: reiterar y recio, como éxito de banda en microbús. En cada ocasión que puede, el secretario de Educación vuelve al slogan: “Antes, la escuela estaba al servicio del sistema; hoy, gracias a la reforma educativa, el sistema está al servicio de la escuela”. Suena bien. Se invertirá la relación entre escuela y sistema. Sonoridad y efecto. De tal sentencia deriva otra, también atractiva, como el primer eje para dar cumplimiento a la prioridad presidencial: “Poner a la escuela en el centro del sistema educativo”.
Lo único malo es que son falacias, a pesar de su aparente contundencia. Si se analiza lo que se ha hecho (y se proyecta realizar) en nombre de la reforma a la educación, no se sostienen. En realidad, lo sucedido es otra cosa: el sistema, sea lo que sea que signifique, se ha puesto, sí, con furor, al servicio de la reforma, no de la escuela. Y como el corazón de la reforma —palabras de sus creadores— es la evaluación, el sistema se ha puesto al servicio de un paquete complicado de exámenes, como recurso que, de porfiar en él, va a generar calidad.
¿Por qué es la reforma —sus intenciones— la que ocupa el lugar central, y no la escuela? Porque, en buena lógica, suponer que una escuela es la simple yuxtaposición, mera aglomeración, de profesoras y profesores “idóneos”, proviene de ignorar lo que implica el complejo armazón de relaciones sociales, materiales, culturales, políticas y pedagógicas al que nombramos escuela.
En el centro no está el impulso a la generación de ambientes de aprendizaje, que rebasa con mucho la confluencia simple de docentes aislados, por muy buenos que se les considere. La escuela no es, como decía Gómez Morín, un “enseñadero”: es la concreción de un proyecto colegiado para aprender, en el contexto de un rumbo educativo relevante, que requiere estructura intelectual y material, programas inteligentes y procesos de participación creativa, crítica y exigente de diversos actores, no sólo los docentes, con grados de libertad en un rumbo claro y general establecido. No es trivial. La escuela mexicana está situada y sitiada. El 60 por ciento de las dedicadas a la educación básica se hallan en lugares en que privan condiciones de alta y muy alta marginación.
Por reducción a la noción absurda de la escuela como sitio donde checan tarjeta docentes evaluados que enseñan bien, cada uno por su lado, en realidad lo que está en el centro para los actuales gerentes de la educación pública es su miopía, es decir, la reforma que, por su alto impacto, deforma el espacio de aprendizaje a propiciar. Lo sustituye por la resultante automática de un conglomerado de empleados certificados, a los que se apoyará con miles de millones que no son deuda, sino dinero que viene del futuro. ¡Milagro!
Control es el proyecto. Los miles que presentan las evaluaciones no por ello avalan la reforma ni se sienten respetados como profesionales: si no lo hacen, pierden el empleo. Del mismo modo que los millones que pagamos impuestos no lo hacemos por confiar, ilusos, en el empleo honrado de los recursos que aportamos: evitamos la sanción. La asistencia masiva a los exámenes es, en muchos casos, sobrevivencia, no convicción.
El centro, como enseñadero y no escuela en serio, recibe las consecuencias de un sistema inculto en materia educativa. Lo hunde más en la noción de establo para la enseñanza, que califica el monto de respuestas correctas, y no la producción, propia de la escuela, de buenas preguntas, saberes sólidos, reconocimiento del otro como nosotros, y ciudadanía. El centro es el espejo que refleja la decisión política, su propaganda constante y, como Narciso, la cara más clara del poder: prepotencia enamorada. ¿Mover a México? Sí: al despeñadero.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.
Twitter: @ManuelGilAnton