Inicia el año y todo lo que veo y pienso me lleva al mismo lugar: nuestra sociabilidad fracturada. Violencia rampante aquí y en tantos otros lugares. Civilidad rota. Dificultad, cada vez mayor, para vernos y ponernos en los zapatos de los otros.
Somos, en alguna medida importantísima, lo que pensamos y la forma en la que nos nombramos. Y hace rato que nuestro modo de pensarnos y nombrarnos ha dejado de incluir como dato central nuestra condición de entes sociales. Los seres humanos no somos sociales por añadidura. No somos sociales porque hayamos elegido serlo. Somos sociales irremediablemente, porque de eso estamos hechos.
Uno puede elegir relacionarse mejor o peor con los otros, puede elegir vincularse con pocos o con muchos. Antes y por encima de cualquier decisión individual, sin embargo, somos constitutivamente sociales. Somos producto y productores, por ejemplo, de nuestro lenguaje compartido, artefacto y contexto por excelencia de nuestra condición gregaria. Habitamos un mundo construido socialmente en cuya recreación participamos cotidianamente y fuera del cual nuestra identidad individual no tiene sentido. Necesitamos la mirada y el concurso de otros para sobrevivir, para existir, para ser mengana o sutana persona. No es optativo nada de ello, nos es consustancial; somos eso.
El problema, sin embargo, es que hace muchas décadas que todo esto parece habérsenos olvidado, casi del todo. La mirada abrumadoramente dominante desde hace ya demasiado tiempo
-particularmente entre las élites- es que primero somos individuos y luego, por añadidura, elegimos ser sociales. Esta manera de ver y hablar de lo que somos los humanos puede resultar muy útil para analizar algunos aspectos muy importantes de nuestra conducta y nuestra interacción recíproca. Cuando esa visión deja de ser herramienta analítica y se convierte en sentido común ocurre que impacta la realidad y se nos regresa como bumerang. Así opera la magia del lenguaje. Las palabras y las ideas estructuran y transforman nuestra realidad compartida.
De tanto decirnos que somos, antes y por encima de cualquier otra cosa, individuos egoístas, terminamos volviéndonos más egoístas. De tanto repetir que primero voy yo y que, además de ser natural ello está muy bien, acabamos configurando un mundo de todos, en efecto, contra todos. Esta dinámica nos ha salido muy cara, pues ha venido erosionado muy gravemente el piso común de sociabilidad básica que nos sostiene.
Los rieles de esa sociabilidad constitutiva y estructurante que nos define como seres humanos y que hace posible nuestras vidas individuales y grupales están seriamente lastimados en muchas partes del mundo. La violencia monstruosa contra los colaboradores de la revista francesa Charlie Hebdo, nuestra propia violencia enloquecida, el rencor de tantos jóvenes creciendo por todas partes de tanto no encontrar salidas ni sentido son, entre muchísimos otros, signos de estos tiempos de sociabilidad desgarrada. Tiempos marcados por las realidades excluyentes producidas por un ubercapitalismo en el que el capital logró, al amparo -entre otros- del mantra del “egoísta racional”, desembarazarse de contención social alguna como sugiere el libro de Piketty.
Nos urge imaginar cómo volver a reconocernos como imprescindibles e igualmente dignos unos a otros. La solución macro tendrá que incluir, centralmente, acciones concertadas a nivel internacional que permitan devolverle a las sociedades capacidad de regular al capital, pues hoy ningún país puede hacerlo solo. En lo micro, podríamos empezar, cada uno, volviéndonos a ver y reconocer en nuestras miradas recíprocas y en nuestras acciones conjuntas. Como el domingo pasado en París, en el que millones de personas marchando unidas en la defensa de la libertad de expresión, y nos ayudaron a acordarnos de que somos en común. Es imprescindible no olvidarlo. Nos va la vida y la humanidad en ello.
Twitter: @BlancaHerediaR