Como otro riel de una vía férrea que lleva al desbarrancadero, a la lógica de aterrar para asegurar la calidad del aprendizaje le sigue, en paralelo, la dejadez en el vínculo educativo: todo se vale, lo que digas sobre las ideas de un autor está bien porque hay que respetar lo que dices dado que tienes derecho a decirlo (aunque no lo hayas leído). ¿O qué, profesor, va usted a obligarme? No, lo que pido es que hayas leído lo que Popper (digamos) escribió, puedas exponer sus argumentos, no tus prejuicios, con claridad, y entonces, ahora sí, desde ese conocimiento de causa como base, aportes tu parecer de manera coherente y los elementos que refuten —o apoyen— lo que dice. ¿Todo eso hay que hacer? Chale: sabemos que era un reaccionario, ¿para qué darle tantas vueltas? Lleva razón, a mi juicio, quien se resiste a la pedagogía del terror como pilar de la calidad educativa: es absurdo fincar la condición de posibilidad de un aprendizaje sólido y fértil en el miedo, el desvelo innecesario y el escarnio como norma. Del mismo modo, tiene asidero criticar, con la misma fuerza, a la pedagogía basada en la negligencia, la desidia, el “todo se vale” y el predominio de la ley de lo que sigue al menor del menor de los esfuerzos. Era grande el auditorio.
Un estudiante le dijo al expositor: usted está mal pues lo que dice es puro positivismo. Con calma, el colega dijo: le respondo si nos explica qué es el positivismo. Silencio. Predomina el adjetivo como pedrada.
Hay instituciones en que se ha consolidado la leyenda que su calidad se basa en el susto constante, y otras en las que el desaliño y la falta de exigencia razonable, y necesaria, es muestra de progresismo. En ambos casos, hay profesoras y maestros —estudiantes y autoridades— que resisten esos supuestos y conciben al aprendizaje como un trabajo arduo pero apasionante, resultante del esfuerzo, sin duda, pero con sentido y la expectativa de gritar no el ¡Eureka!, no somos griegos, sino la maravilla mexicana del: ¡órale, ya le entendí!
Y sonreír aunque queden no más de tres horas de sueño para tomar el micro de regreso a la escuela: no le hace, en el fin de semana me repongo. La imaginaria guillotina evaluadora es tan perversa como el acuerdo tácito que reza así: ustedes fingen que aprenden, y yo simulo que enseño. ¿Sale? Califico mejor que un trasatlántico y, a cambio, no es necesario ni leer.
La negligencia, aporta el diccionario, consiste en la “falta de cuidado, aplicación y diligencia de una persona en lo que hace, en especial en el cumplimiento de una responsabilidad o compromiso”. Hay grandes zonas de nuestro sistema educativo en que tiene carta de ciudadanía el abandono de la labor que implica aprender, donde toda encomienda es optativa —como, para muchos, los semáforos en la ciudad: una atenta y simple sugerencia.
Si aprender bien y con provecho no depende de la amenaza o la vigencia constante del temor, tampoco deriva de un pacto a favor del descuido en un ambiente de pereza y desaliño al que se llama, en no pocos casos, libertad. No todo vale ni se vale.
El facilismo de las argumentaciones sin sustento tiene que ser rechazado. No es autoritarismo: es el acuerdo en “autorizar entre todos” cualquier parecer fundado, sea crítico o no, que a su vez haya respetado a los autores que se estudian y el aporte de los colegas.
Estudiar es imprescindible y demandable por quien coordina, con respeto y firmeza, el proceso colegiado de aprender con base en el trabajo intelectual e, incluso, con solidaridad respetuosa para quien requiere más apoyo.
En síntesis: no es lo mismo valorar un ensayo, o una tesis, que leerlos por encimita o ni siquiera. No es lo mismo hacer, que hacer de cuenta.