Uno de los sectores más castigados por las estrategias macroeconómicas del Estado mexicano en las últimas décadas ha sido el mercado de trabajo. Todos los indicadores sobre su dinámica expresan un constante decaimiento de las oportunidades de acceso a las actividades remuneradas.
Las políticas de reducción del gasto público y la privatización de empresas paraestatales dejaron en manos del sector privado la movilización de inversiones para la creación de puestos de trabajo. Como resultado se desarrolló una tendencia de redistribución del capital, que ha implicado una mucha mayor concentración de la propiedad y su integración vertical en un reducido grupo de empresarios; la reprivatización bancaria actuó en el mismo sentido.
La firma del TLCAN y otros acuerdos de libre comercio, así como el esquema de competitividad internacional propuesto, si bien alentó la producción para la exportación y abrió canales a la inversión extranjera, también propició nuevas formas de competencia que marginaron a empresas medianas y pequeñas. En ese contexto, un importante número de productores nacionales se vieron obligados a asociarse con firmas extranjeras –bajo el esquema de alianzas estratégicas- como filiales, franquicias, distribuidores y concesionarios, con la finalidad de enfrentar la competencia en el mercado local. Como se sabe, aunque el volumen de inversión extranjera se intensificó desde los primeros años noventa, la misma se canalizó principalmente al mercado bursátil, más que sobre la infraestructura productiva.
El sector informal, mercado que agrupa una extensa gama de actividades de comercio, servicios y manufacturas al margen de regulaciones fiscales, se consolido como fuente de trabajo durante los años noventa, representando la única alternativa para absorber el déficit creciente de nuevos puestos de trabajo, y amortiguando el impacto de los despidos. Con base en fuentes oficiales, se calcula que en la actualidad prácticamente la mitad de la PEA ocupada corresponde a actividades de esta índole. No obstante, en los últimos años los niveles de deterioro de la capacidad adquisitiva del salario, y por tanto de las posibilidades de realización de las mercancías que se intercambian en este mercado, junto con la exacerbación del nivel de conflictividad en el comercio informal, dificultan la sostenibilidad a largo plazo del sector.
El comportamiento del empleo en México durante las últimas décadas muestra, al igual que la economía del país, un comportamiento cíclico, que se deriva, por una parte, de la adopción de políticas económicas, y por otra de la dinámica de los mercados nacional e internacional en materia de producción y consumo. Algunos sectores, el energético es el mejor ejemplo por sus efectos de carácter sistémico, se han mostrado particularmente sensibles a las variaciones de precios internacionales de materias primas y sus derivados. En tal escenario, la adopción de medidas de orden contra-cíclico no ha logrado remontar los efectos negativos de las fases de crecimiento negativo o de estancamiento de la generación de fuentes de trabajo. En suma, el empleo en el sector productivo y de servicios, las actividades por cuenta propia y la ocupación en el sector informal manifiestan síntomas de una crisis profunda, cuya recuperación parece improbable a corto plazo.
Universidad y empleo: la encrucijada
En rigor las universidades no están en condiciones de solucionar por sí solas los problemas de empleo de sus egresados. Hace tiempo que el título universitario dejó de ser la apuesta segura en la búsqueda de trabajo remunerativo. Sin embargo, los jóvenes siguen tocando con insistencia las puertas de las instituciones de enseñanza superior. Además la experiencia histórica demuestra que la base del progreso y el desarrollo de las naciones está formada por un sólido sistema educativo que incluye, por supuesto, un sistema universitario y tecnológico capaz de proveer los cuadros que requiere la modernización de la producción y la gestión.
En estas condiciones, las universidades se sitúan ante la encrucijada de satisfacer demandas sociales encontradas: ¿Se debe reanimar la expansión aún frente a la evidencia de que el mercado profesional difícilmente podrá absorber los resultados de la misma? ¿Cuál es, en todo caso, la responsabilidad social de la universidad en esta transición? Son éstas preguntas que ameritan una profunda reflexión; sin embargo, a manera de reflexión final acotaría algunos puntos que me parecen importantes en la discusión sobre el tema.
- La contracción del empleo formal e informal y la cancelación de oportunidades laborales para la población joven ha provocado sobre-demanda hacia las instituciones de enseñanza superior. Dejar de atenderla alimentaria los niveles de descontento y frustración que ya son palpables en este segmento de la sociedad. El riesgo está a la vista.
- Si bien escapa a las instituciones universitarias la posibilidad de garantizar empleos a sus egresados, toca a la educación superior contribuir a la configuración de un mercado de trabajo profesional más flexible y que brinde más y mejores oportunidades a los graduados. Diversificar y redimensionar la oferta de capacitación profesional, mejorar la calidad de la enseñanza y auspiciar la formación permanente, diseñar alternativas para atender una demanda en constante crecimiento, orientar a los universitarios hacia el trabajo y la producción, en vez del empleo asalariado como única alternativa, son entre otras posibilidades de acción, tareas que las universidades habrá de asumir para romper los círculos viciosos que prevalecen.
- No sobra decir, por último, que en momentos de incertidumbre la apuesta por la educación ha sido invariablemente una inversión productiva. La construcción de un futuro de bienestar económico y democracia requiere el concurso de hombres y mujeres con capacidades e información suficientes para afrontar los riesgos por venir.