Hay todo un género de ficción que parte del hipotético “¿Y qué tal si los niños estuvieran en el lugar de los adultos?”. Esa provocación creativa atraviesa desde centenares de películas bobas, para el relleno en la programación de domingo, hasta obras inquietantes como El Señor de las Moscas de William Golding, La Cruzada de los Niños de Marcel Schowb o Ender’s Game de Orson Scott Card.
Las tendencias suelen ser esas: o bien una excesivamente rosa visión de las cosas, en la cual “si los niños gobernaran al mundo” -como decía la azucarada canción de los años setenta del siglo pasado- todo sería automáticamente mejor, o bien se producirían pesadillas, las distopías que hemos mencionado, en el que el escritor adulto deja aflorar el poco confesado temor e inadecuación que sienten la mayoría de los adultos ante la honestidad y contundencia de los niños, incorruptibles en conciencia y expresión, que frecuentemente nos deja desarmados.
La educación –que constituye, además de la convivencia familiar, el campo más crítico de interacción intergeneracional de nuestra sociedad- tiene literalmente muy poco tiempo de estar enfocado a niñas, niños y adolescentes. Por supuesto, a ellos estaba dirigido desde hace mucho el esfuerzo escolar, pero los tenía por “objeto” de las tareas de gobierno, no como sujetos de derechos. El clásico y repetido sonsonete de “laica, gratuita y obligatoria” calificaba la educación nacional desde la oferta del servicio, pero no desde el derecho de los niños.
Con la reforma y adición a la Constitución de 2013, ahora el Artículo Tercero señala, sin espacio a la escapatoria, que los factores escolares –los métodos y materiales, la gestión, la infraestructura y, finalmente, la idoneidad de los maestros- son garantía que el Estado Mexicano debe observar para el “máximo logro de aprendizaje” de los niños y jóvenes. Toda una inversión de los términos: la escuela al servicio de los niños. La nación volcada a su derecho, el de ellas y ellos. El gobierno como sujeto obligado ante sus gobernados, incluso –y con mayor fuerza, por el principio de “interés superior de la niñez” que a su vez consagra el Artículo Cuarto- si esos gobernados son menores de edad legal y no votan.
Así las cosas, vale la pena convocar a los mexicanos, especialmente a las familias y a las maestras y maestros a hacer un ejercicio de imaginación: ¿Y si los niños fueran los candidatos que se disputan nuestra preferencia electoral? Su mensaje no sería: “con mi acción futura, yo voy a beneficiar a los adultos en los sistemas escolares, a los funcionarios impunidad, a los burócratas poco trabajo y poca honestidad, a los directivos y docentes baja exigencia e irresponsabilidad, a los sindicatos reponerles su capacidad de definir la política educativa por encima de la ley, a todos más dinero”. ¿Les resuena? ¿No les parece que ya lo han escuchado?
En cambio, tal vez un niño diría: “Quiero una escuela mejor. Quiero poder aprender todos los días. Quiero que mis intereses se atiendan, en esta etapa tan crucial de la vida con el máximo de profesionalismo, de honestidad y de dedicación por parte de los adultos”.
Si los niños fueran candidatos, tal vez no pasarían tanto tiempo dedicados a descalificar a sus oponentes como a inspirar con la nación que sueñan; tal vez se abrazarían al final de los procesos, sabiendo que todos tienen buena intención y que todos estarán atentos para que se cumpla lo prometido en el marco de la ley.
Si los niños fueran candidatos, el acento estaría clara y definitivamente en la intensidad y pertinencia del aprendizaje y no –en la expresión que se cae a pedazos de añeja e inadecuada- en la “calidad de la enseñanza”. Si los niños fueran candidatos, se entendería la evaluación de los docentes como la de los alumnos: un camino a la mejora, una verificación de si se está ejerciendo el derecho a aprender como corresponde. Si los niños fueran candidatos, las campañas serían más luminosas y juguetonas. Ya bastante sombrío fue el pasado de arreglos deshonestos, coacción a maestros frente a grupo para que debieran toda la vida favores, indiferencia e irresponsabilidad culpable de los padres.
Hay que decir a las familias de México, con toda claridad: la educación de tus hijos no es negociable. Que en esta elección se cumplan los sueños de los niños, no los de los políticos.