Juan Martín López Calva
Hace unos días, apareció la noticia de que el obispo Rangel estaba desaparecido, sus más allegados declararon que sin decir nada y dejando sus celulares salió de su domicilio y no regresó. Las voces de la Iglesia se hicieron escuchar exigiendo su liberación.
Monseñor Rangel, es el obispo que hace unos meses hizo fuertes declaraciones sobre la situación de inseguridad en la región de la que es obispo emérito: Guerrero. Denunció la presencia de grupos delictivos y la ineficacia de las autoridades, y declaró que estaba ya amenazado de muerte. Es el obispo al que se le señaló en acercamiento a grupos delictivos para negociar al menos la seguridad de sus sacerdotes y su pueblo.
La noticia de su aparición corrió en las redes sociales y luego los detalles: encontrado en un motel, drogado y con pastillas de viagra. El juicio no se ha hecho esperar a escuchar la declaración de la víctima, que dadas las condiciones en fue encontrado, no ha podido declarar. Corren las bromas, se mofan del cuadro presentado y moralmente Monseñor Rangel, sin poder defenderse o dar su versión, ya está eliminado, cancelado, acabado moralmente. Ha pasado de ser un profeta a ser un “degenerado”, bueno, este es otro modo de ser uno “asesinado”.
Este cuadro me pone a temblar, y hemos de reflexionar sobre lo susceptibles que somos a ser eliminados y a eliminar. En esta cultura de la infodemia (mucha información, poco discernimiento) estamos en mucho riesgo de ser víctimas y victimarios.
Hernán Quezada S.J. Post en su muro de Facebook. 3 de mayo de 2024.
Cuando una mujer es violentada o incluso asesinada en este país, circulan de inmediato los juicios de valor que la culpan por la forma en que iba vestida, por los lugares en los que andaba o la hora en la que estaba fuera de su casa. El asesinato es prácticamente justificado y la víctima es revictimizada.
Lo mismo sucede cuando unos jóvenes -como en algunos casos trágicamente célebres ocurridos en el sexenio del presidente Calderón durante el apogeo de la llamada “guerra contra el narco”- son secuestrados, desaparecidos o “ejecutados” por la delincuencia organizada. De inmediato surgen y se publican opiniones moralizantes que hablan de que si sufrieron esa violencia fue porque “andaban en malos pasos”, “por ajuste de cuenta entre grupos delictivos o cárteles”, etc.
Así también cuando un candidato o político es secuestrado o asesinado -como ha ocurrido en nuestro territorio nacional en 28 ocasiones hasta el mes de abril, durante esta campaña electoral- suelen también circular versiones y publicarse afirmaciones de que “seguramente” estaba coludido con algún grupo criminal y lo ejecutaron los contrarios o que era alguien corrupto que había dado motivos para su asesinato.
Recientemente hemos visto algunos casos que muestran esta tendencia cada vez más evidente a culpar a las víctimas sin tener ninguna prueba, a revictimizar a quienes sufren algún atentado o denuncia algo incómodo al poder económico o político y a sumarse a teorías del complot o de la conspiración para defender reacciones a denuncias atendibles -sean o no comprobadas después de investigarse- por parte de gobiernos, políticos en lo individual o empresarios y líderes sociales con los que se simpatiza o se coincide ideológicamente.
Uno de ellos, que ha tenido mucha resonancia, es el de la desaparición del obispo emérito de Chilpancingo y su aparición en un hospital, en condiciones que muestran haber sufrido violencia física y sumisión química que le han impedido declarar a las autoridades y a los medios de comunicación su versión de los hechos. Al publicarse que fue trasladado a un hospital tras encontrarlo en un motel y las condiciones en que fue encontrado en ese lugar, surgieron de inmediato reacciones de burla y de descalificación y cancelación moral, que dañan su prestigio.
Omiten el historial de su labor pastoral en la que asumió riesgos mayores al negociar con grupos criminales para lograr treguas y condiciones de disminución de la violencia en una región enormemente complicada lo que le ocasionó ser sujeto de amenazas de muerte y plantean conclusiones anticipadas, sin que haya avances sustanciales en la investigación del caso ni una declaración de la víctima, lo que como dice el epígrafe de hoy, tomado de un post del padre Hernán Quezada S.J.: “…es otro modo de ser asesinado…”
Otro más es el de Ceci Flores, una madre buscadora del estado de Sonora que se ha distinguido por su labor incansable de indagación y hallazgo de muchos cuerpos de personas desaparecidas, motivada por la pérdida de dos de sus hijos y la desaparición temporal de un tercero. El dolor vivido en carne propia y la falta de eficiencia y tal vez también de voluntad política por parte de las autoridades la ha llevado a investigar y buscar por su cuenta, junto con grupos de madres en las mismas condiciones, los cuerpos de sus seres queridos, que les fueron arrebatados por la violencia.
Esta madre buscadora denunció hace unos días el descubrimiento de lo que sospechaba era un crematorio clandestino de personas desaparecidas en un lugar entre las delegaciones de Tláhuac e Iztapalapa en la Ciudad de México. Esta denuncia causó de inmediato reacciones de descalificación y juicios sumarios contra el gobierno asumiendo que este era un hecho probado y a partir de ahí, en una sospechosamente ágil y eficiente respuesta del gobierno local, se denunció un “montaje fallido” con fines electorales, promovido por la oposición, diciendo que se había comprobado -cosa difícil de creer por el corto tiempo transcurrido- que se trataba de restos de perros y otros animales. A partir de esa reacción del gobierno, se sucedieron las reacciones de quienes simpatizan con el grupo gobernante emitiendo juicios de valor que descalificaron a la autora de la denuncia, sin mediar ninguna investigación más profunda ni una conclusión definitiva del caso.
Estos ejemplos son solamente una mínima muestra de la cultura de la cancelación en que vivimos, producto de la infodemia, la falta de análisis, el sesgo de confirmación que nos hace sumarnos y reproducir aquello que coincida con nuestras creencias o ideologías y la posverdad, que nos lleva a desdeñar lo que realmente tenga fundamento y sea verídico sustituyéndolo por todo lo que coincide con nuestros puntos de vista o publican fuentes o personas a quienes les tenemos fe ciega.
El cuadro, como dice el padre Quezada, sería para ponernos a temblar si no fuera porque estamos todos metidos hasta el cuello en este pantano de ignominia, polarización y descalificación en el que no importa a quien puedas asesinar de manera simbólica ni se valora ya el prestigio y la integridad moral de las personas como algo que hay que respetar y cuidar mientras no se tengan pruebas contundentes y verificadas de lo contrario.
¿Qué tiene que ver este tema con la educación? Creo que muchísimo. Me parece que ante este panorama necesitamos con urgencia atender esta emergencia de educación ética que sólo podrá ser eficaz si se forma a las nuevas generaciones en el auténtico pensamiento crítico -fundamentado, autocorrectivo, basado en parámetros- y en una responsabilidad ética -cuidadosa, compasiva y constructiva- que nos haga superar este escenario en el que todos somos culpables, aunque se demuestre lo contrario.
Publicado originalmente en e-consulta