En junio pasado el Centro de Estudios sobre Opinión Pública de la Cámara de Diputados divulgó los resultados de una encuesta nacional que mide la percepción sobre la reforma educativa. El estudio mostró, por ejemplo, que 85.9 por ciento ha escuchado hablar de dicha reforma; 54 por ciento califica de “alguna o mucha” la capacidad de la autoridad educativa federal para instrumentarla, y 91.4 por ciento está de acuerdo con las evaluaciones a maestros.
Esta percepción refleja lo que hace dos o tres décadas era imposible: que la sociedad calibrara la profundidad del problema educativo que se fue larvando por décadas y que, pese a saberse, como se documentó en La catástrofe silenciosa (FCE, 1992), una investigación pionera de Gilberto Guevara Niebla que apareció hace 24 años, nunca detonó la suficiente voluntad política de todos los actores y la capacidad institucional de la autoridad para emprender una reforma profunda que mejorara las cosas.
Hoy, por más que disguste al pensamiento conservador, sucede lo contrario: esta reforma llevó la cuestión educativa al primer lugar de la agenda nacional; concitó una inédita preocupación pública e hizo posible adoptar nuevas normas, políticas e instrumentos para incrementar la calidad educativa; promover una nueva propuesta curricular y de modelo educativo; diseñar nuevos mecanismos de evaluación docente; impulsar el propio Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) como organismo autónomo, ejecutar nuevas políticas de mejoría de la infraestructura de las escuelas y, sobre todo, invertir toda la determinación para sacarla adelante.
Pero por otro lado estos cambios, justamente fruto de la reforma, han avivado con tal intensidad la discusión que es imprescindible comprenderla mejor mediante un ejercicio analítico, racional y objetivo que vaya más allá de la coyuntura y ayude a actuar con sentido de largo plazo.
La reforma partió del reconocimiento de tres problemas relevantes: el primero, que a pesar de haber alcanzado niveles muy elevados de cobertura, el sistema educativo mexicano, medido casi bajo cualquier indicador, no estaba generando logros sustanciales ni en la calidad de la enseñanza ni en los aprendizajes de los alumnos ni en su impacto en el desarrollo social del país; el segundo, que la gobernanza del propio sistema, surgida históricamente para otro arreglo institucional y político, había ingresado en fase de agotamiento; y tercero, que como política pública y específicamente de economía política, la relación entre educación y desarrollo económico estaba produciendo resultados disfuncionales.
Veamos. Entre los 60 y la década pasada numerosos estudios puntualizaron con abundante evidencia la profunda insatisfacción hacia la educación que el país ofrecía y la conclusión, según uno de ellos, era que los niños no aprendían lo que debían aprender, los maestros no enseñaban lo que debían enseñar, nadie se quejaba y la educación no era materia de preocupación pública. En este sentido, la respuesta del Estado aseguraba razonablemente la provisión de escolaridad, pero ni de lejos la provisión de calidad y de los instrumentos esenciales a los alumnos para salir adelante en la vida.
El segundo aspecto es que se requiere una visión densa y honesta para explicar históricamente la necesidad de una reforma de este tipo, la forma como ha ido alterando la correlación de fuerzas al interior de un sistema educativo muy grande y complicado, y desmontando eso que se llamó la “colonización de la educación”, en donde, usando la frase de un ocurrente crítico de la reforma, contaban más “los conocidos que los conocimientos”.
En esa lógica, empoderar al maestro, a la escuela, al alumno o a los padres de familia para tener mejor educación no supone un juego en el que todos ganen. Es un juego de suma cero en el que pierden los intereses creados.
Toda reforma educativa tiene siempre, en todos los países, un nivel de conflictividad. Esta no es la excepción y no la es, entre otros motivos, porque con los años se fue organizando una estructura de control corporativo de prácticas, políticas, instituciones y territorios —y en ciertos estados de delincuencia organizada— que dañó gravemente la educación de los niños.
Al final del día, lo que esta reforma hizo es modificar las relaciones de poder que subyacen en todo cambio educativo de proporciones considerables y sacar de su zona de confort a muchos de sus actores tradicionales y, de paso, a sus intelectuales orgánicos.
Por ello, insistir en los clichés —”reforma sí, pero no así”, por ejemplo — para embestir contra ella es más bien un recurso para socavarla, porque diluye los cotos de poder en que los viejos intereses se sentían muy cómodos, porque anula lugares comunes camuflados como hipótesis académicas o porque era más fácil mirar hacia otro lado para no registrar la descomposición de algunos de los procesos de la gobernanza educativa mexicana.
Tomemos un solo ejemplo: se etiqueta a los actuales mecanismos de profesionalización docente como “punitivos”, cuando en realidad el modelo es muy bondadoso y lo que busca es fortalecer al maestro, potenciar sus capacidades y seleccionar a los mejores.
“La filosofía que priva en esta normatividad —dice Guevara Niebla— es la superioridad ética del derecho a la educación de los niños. Es decir, no es moralmente aceptable que otro derecho se coloque por encima del derecho de los infantes”. Que hasta ahora hayan participado cerca de 600 mil docentes en los diversos concursos y evaluaciones no es un dato menor; al contrario, subraya el potencial y el compromiso de buena parte del magisterio mexicano.
Y en tercer lugar, la evidencia internacional demuestra que las reformas exitosas generalmente abordan primero los desafíos de la gestión, lo que puede arrojar resultados rápidamente que faciliten superar eventuales conflictos durante la instrumentación de los cambios y, después, enfocarse en la sustancia y contenido de la educación, una meta por definición más sofisticada y de más largo plazo.
El problema con la discusión actual, explicable en toda transición que rompe hábitos y prácticas, es que recoge solo una de las variables —la evaluación— y omite la apreciación completa de una estructura muy compleja que, para cambiar, necesita un enfoque integral de las distintas políticas públicas que tiendan a lograr mejores escuelas, mejores maestros y mejores alumnos, políticas que condensan una reforma profunda.
Una reforma sistémica de este tipo, por otra parte, está también inevitablemente asociada a una cuestión de economía política en donde la mejoría de los aprendizajes, maestros más preparados, un servicio docente profesional y transparente, escuelas bien equipadas o un desarrollo curricular innovador y propio del siglo 21, no solo impacta el desarrollo económico y la cohesión social, sino que es factor esencial de equidad e inclusión. También en esa dirección va la reforma educativa, entre otras cosas, porque al ser más eficaz en el acomodo de las prioridades tiene una incidencia directa sobre la equidad de oportunidades.
Los cambios educativos toman tiempo y, en consecuencia, el objetivo es la ejecución de la reforma, con políticas y procesos eficaces, con aproximaciones sucesivas, con logros concretos y no impedirla con prejuicios ni retóricas.
La reforma educativa, ciertamente de enorme complejidad política, institucional y técnica, fue establecida en la Constitución y en las leyes reglamentarias. Su instrumentación gradual, que inevitablemente genera resistencias, dará sin duda los resultados deseados si se sostiene con la tenacidad, energía, claridad y decisión suficientes. Nada justifica, por temor, impericia o miopía, renunciar a ella porque sería un fracaso histórico, político y moral para México