En innumerables análisis acerca de la Reforma Educativa, los gobernadores siempre salen mal parados. Al comienzo parecía que las fuerzas que firmaron el Pacto por México los culpaban de parte de los males de la educación. Los jefes de la reforma, el Presidente en primer lugar, les asignaron papeles de comparsas, ni siquiera de acompañantes.
Había razones para ello. Tras el Acuerdo de 1992, en lugar de mejorar, la administración del sistema educativo se trastocó aún más: creció el gasto, las secciones sindicales colonizaron con facilidad las dependencias estatales, el número de comisionados y plazas fantasma alcanzó niveles de escándalo (recuérdense los datos del censo que levantó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía), y, como lo documentaba la Auditoría Superior de la Federación, se desviaba una porción de los fondos para educación para otros fines. Los gobernadores nunca rindieron cuentas claras.
En contrapartida, los gobernantes locales, aunque aplaudían el discurso del Presidente, hacían poco para empujar la reforma. Tras la modificación de la Ley de Coordinación Fiscal, con las que el gobierno recentralizó el pago de la nómina, tenían menos incentivos para apoyarla. Por el contrario, a lo largo de 2014, junto con los jefes territoriales del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, hicieron lo posible porque sus fieles quedaran protegidos en la conciliación de las nóminas.
No obstante, el gobierno central necesita del concurso de los mandatarios estatales para trasladar a los centros de trabajo los programas concretos de la reforma. Sospecho que el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, pensó que lidiar con todos ellos en las sesiones de la Conferencia Nacional de Gobernadores era una tarea embarazosa; además, no había tiempo suficiente para debatir asuntos concretos.
En consecuencia, para la instrumentación de las estrategias del gobierno central, el secretario ideó la creación de grupos de “Coordinación Regional”, en cinco zonas. Le llaman, de manera informal, Conago-Educación. En éstos el secretario se reúne con los gobernadores para discutir asuntos y programas; la mayor parte de las sesiones son privadas. Uno puede imaginarse que allí se discute en serio. Mientras el secretario tira línea, los gobernadores dicen la neta y exponen sus problemas; tal vez hasta se quejen del maltrato que les aplica el gobierno federal.
Sin embargo, hacia el público, sólo trasciende el ritual, como sucedió el jueves pasado en la tercera reunión de los gobernadores de la zona Noreste (Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila, Durango y San Luis Potosí) con el secretario Nuño, en Monterrey. Al final, el discurso del secretario y el apoyo de los gobernadores.
Como la bronca nacional está en los recortes al presupuesto para 2017, el secretario Nuño subió a la palestra para anunciar que: “Los salarios y prestaciones del magisterio a escala nacional están asegurados para 2017, y que no se perderán programas, a pesar de los recortes… Los programas centrales de la Reforma Educativa están garantizados, ninguno va a desaparecer por la cuestión presupuestal”, se comprometió (La Jornada, 25 de noviembre).
La creación de esas reuniones regionales, pienso, es congruente con la tecnología del poder que Aurelio Nuño diseñó. El gobierno central recela de los gobernadores, mas requiere de su respaldo para la ejecución de la reforma. En las reuniones de esos grupos, se hacen patentes los pocos márgenes de autonomía que tienen los mandatarios estatales, pero también hacen sentir que el gobierno central depende de ellos para alcanzar sus fines.
Los gobernadores y los líderes del SNTE, malicio, son quienes pueden dar al traste con la reforma. Por ello, el centro quiere controlarlos.