El régimen de la Revolución Mexicana estaba en pañales cuando el presidente Venustiano Carranza decretó que a partir del 15 de mayo de 1918 la nación debería honrar a los maestros. Fue un acto de congruencia, la Revolución debía mucho al gremio. Carranza escogió esa fecha para que coincidiera con la de la toma de Querétaro por las fuerzas liberales, que marcó el fin del imperio de Maximiliano.
Fue el origen de rituales donde los gobernantes brindan al magisterio nacional piezas grandilocuentes, mientras que en las escuelas modestas los padres de familia y alumnos festejan a sus maestros. Existen motivos para pensar que las arengas de los burócratas se hacen por rutina, por cumplir con la norma; en cambio, en las conmemoraciones en cada plantel es posible que los mensajes edificantes a los docentes sean más sinceros. Casi todas las madres saben quién es el maestro de sus vástagos.
La simbología de las festividades por el Día del Maestro originó la imagen de que todos los docentes son iguales y dignos de reconocimiento. Pero la situación es diferente: hay docentes buenos, malos y regulares. Dentro del gremio existe una jerarquía rígida, heredada de la tradición corporativa: hay maestros de banquillo, jefes y burócratas.
Con base en mis investigaciones y contacto que mantengo con docentes de casi toda la República, permítaseme presentar una tipología weberiana con el fin de exhibir ciertos contrastes entre ellos. Por supuesto que esta genealogía no agota las posibilidades, es preliminar y sintética.
En primer lugar, la masa de maestros que día con día asisten a su escuela. Sus participantes trabajan arduamente y se preocupan porque sus niños aprendan. No que consideren a los alumnos de su propiedad, es parte del lenguaje magisterial que en cierta forma refleja los elementos que componen la vida de cada maestro: generosidad, esperanza, conocimiento, debilidad y, también, quejas por las condiciones de trabajo.
A ellos, el discurso del poder los ha denominado misioneros (Vasconcelos), organizadores sociales (Sánchez Pontón), apóstoles (Alfonso Reyes) o educadores del pueblo (López Mateos). Estos maestros son quienes merecen honor y reconocimiento.
En segundo lugar, están quienes se apoderaron del ceremonial y, en la práctica, monopolizaron los haberes: los dirigentes sindicales. Estos son los gerentes del Día del Maestro, incluso algunos suponen que con seguridad está dedicado a ellos en particular. Aquí se cuelgan tanto los descendientes de Elba Esther Gordillo, como sus rivales feroces, los líderes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.
En tercer lugar, contingentes considerables que transmutaron sus papeles de docentes por el de burócratas. Son defensores de la jerarquía. Ocupan las supervisiones de zona (la mayoría arribó por méritos sindicales o antigüedad, pocos por destacarse en la profesión). Además, ocupan puestos en la baja burocracia, ellos gobiernan en el sistema educativo mexicano. Son fieles a sus raíces, festejan a los maestros y también se homenajean a sí mismos.
Los rituales son símbolos importantes de la tecnología del poder. Con éstos, los gobernantes, los caciques sindicales y los burócratas de medio pelo controlan y tratan de convencer a la masa de maestros de que la jerarquía es consustancial al trabajo docente y al sistema educativo. Pero también esas ceremonias encarnan ciertos atributos de identificación profesional. Son símbolos —“queridos”, diría Antonio Gramsci— que permiten la cohesión del gremio, le confieren valor y personalidad particular. “Ser educador es la escritura de una vida”, sentenció Paulo Freire.
Me uno al coro y felicito a los maestros en su día, pero no a todos. Abrazo a los maestros que con su trabajo cotidiano sostienen a un sistema educativo que de otra manera ya estaría en bancarrota.