Desde el principio todo estuvo mal concebido; la política determinó qué habría de hacerse y cómo debería hacerse. Los políticos más influyentes de México concertaron un mal llamado “Pacto por México”. El rumbo de la educación estaba definido. Recuperar la rectoría de la educación le llamaron, aunque el trasfondo estaba dicho: agredir al magisterio.
Los discursos en “pro” de una educación de calidad, cual vendaval de buenos deseos, corrieron a raudales. Era un nuevo gobierno. La esperanza vestida de sueños se apoderó de buena parte de los mexicanos; aún de aquellos que veían con cierto aire de escepticismo lo que en los diversos foros se pronunciaba hasta el hartazgo: ¡ahora sí contaremos con mejores maestros!
La disidencia magisterial se agitó; no era para menos. Los derechos laborales se verían afectados y el desasosiego se apoderó de ellos.
La discusión en las “cámaras de representantes” del pueblo, un espectáculo mediático. Nadie atinaba a sustentar por qué era necesario un cambio, un rumbo nuevo.
En sí, la educación era lo de menos. ¡Qué importa si los maestros manifiestan su rechazo a una reforma educativa tan necesaria para México! – Sí, decían éstos –. Nada más falso, nada más vago, nada más hueco.
La discusión sobre una flamante modificación al artículo 3º constitucional y sobre las leyes que de ello se desprendieron, un sinsentido. La indicación era clara: contar con un nuevo modelo educativo. Sí, aquel que nos llevaría a ser una potencia mundial, casi casi como Finlandia o cualquier país europeo.
Las condiciones, a decir de éstos, estaban pintadas. La brocha gruesa hizo su parte y el golpe se dio. Así, sin pensamiento y sin ninguna consideración. La reforma se aprobó y buena parte de los legisladores aplaudieron. ¿Acaso en los anales de la historia había registro de ello? No lo recuerdo.
La promesa de un cambio estaba dada… ¿Y el magisterio? Regresó a las aulas: vapuleado, ninguneado y mal parado por un documental cuyo nombre no pudo ser más grotesco: “De Panzazo”, le llamaron. Sí, fue un regreso a los salones inesperado, marcado por las constantes agresiones y amenazas verbales y psicológicas que, desde Los Pinos, se pronunciaban. ¡O te evalúas o te vas! – Decían; sí, siempre decían –.
Las evaluaciones se dejaron venir. Las fuerzas de seguridad acompañaron a los mentores. Su seguridad fue lo primero pero, detrás del telón, cubrir una cuota fue el acto principal que un Secretario de Educación, gris y parco, preparaba con esmero. Al fin y al cabo, ¿qué importaba si los instrumentos no evaluaban el desempeño del maestro? Cifras, números, estadística: los datos; sí, eso era lo que trascendía, eso era lo que significaba, eso era lo que valía. ¿Y la educación? Allá, muy lejos; sentada en un pupitre esperando lo que por años le habían prometido: mejores escuelas, mejores salones, mejores maestros.
Tropiezos, dificultades, enredos, pero desde la Calle de República de Argentina todo fluía con una normalidad fingida. Es más, con bombo y platillo, cual fiesta de pueblo, se anunciaba un nuevo modelo: ¡Ahora sí saldremos del embrollo en el que nos metieron otros gobiernos! – se gritaba con algarabía a los cuatro vientos –. Cosa más falsa, cosa más absurda, cosa más funesta.
La consulta se dio, y muchos ya no creímos en ello. Ahora sí ya no nos tragamos el cuento. ¿Un nuevo modelo?
Fiesta y más fiesta. De hecho, los spots que se difundieron en televisión, presentaron un mundo de color y buenos momentos pero… ¿y los muertos, los desaparecidos, los pobres, los que no tienen un sustento? Allá, muy lejos. Batallando, luchando, sobreviviendo a las magras condiciones de vida a las que el mísero régimen le ha impuesto. ¿Cómo pueden quejarse del trabajo que estamos realizando desde el gobierno? – se escuchaba decir en diversos foros, en diversos eventos –. ¿Y el pueblo? Allá, muy lejos. Abstraído de una realidad que no es la que se vive en los restaurantes de la Ciudad de México donde los políticos toman acuerdos.
El momento electoral llegó. Otro paladín de la democracia asumió la dirección de la educación en México. ¿Y el modelo? Lleno de incertidumbres, de desasosiegos. ¿Y los maestros? Obligados a cumplir con un esquema de trabajo que no valora el contexto y los efectos que tiene éste en los pequeños.
¡Qué importa los maestros! ¡Es su trabajo y tienen que cumplirlo! – No hay más no hay menos –. Y efectivamente, es su trabajo. Un trabajo que con verdadera vocación realizan, aún y cuando en varios meses no les paguen su sueldo.
La vida, lo saben ellos, está ahí: con sus alumnos, con sus niños, con sus pequeños. Ahí donde el verdadero color cobra forma y sentido. Ahí donde la tiza y el papel adquieren un especial significado. Ahí donde nunca ha puesto los pies un Secretario. Ahí donde las sonrisas, tristezas y llantos, son un alimento. Ahí donde el conocimiento y el descubrimiento son un monumento. Ahí donde ser maestro lo es todo, porque el todo lo es para un maestro.
¡Qué importa los maestros!… Se equivocan, para mí sería: ¡qué importa la reforma educativa! A final de cuentas varios funcionarios de Estado ya se van, otros vendrán y ellos, ahí estarán ellos, mis maestros. Sin homenajes, sin reflectores, sin cámaras, pero eso sí, dando su vida, su alma y su espíritu por sus alumnos y por un México más justo, más bueno, más bello.