En diciembre de 2018, Fernando Reimers, de Harvard, pidió a diez personas que habían tenido responsabilidades de alto nivel en secretarías o ministerios de Educación de varios países un ensayo donde compartieran con sus sucesores algunas reflexiones sobre las complejidades y desafíos del cargo, luego reunidos en un libro (Letters to a New Minister of Education, 2019).
En una parte de mi texto escribí lo siguiente: “Desde que hace unas dos décadas se inventaron las pruebas internacionales (PISA, TALIS, PIAAC, más las diversas modalidades de evaluaciones nacionales) todos los ministros atraviesan por una fase depresiva cada vez que se publican los resultados y sus países no salen en los primeros lugares. Es obvio que les gustaría que durante su gestión alcanzaran las posiciones óptimas y esto arrojase, por tanto, dividendos políticos. Lamentablemente, no sucede así y por varias razones. Una es que cambiar la educación de un país tarda mucho, por lo menos entre 25 y 30 años, y no hay calendario político que lo resista. Pero otra, más relevante, es que el fin último de una buena educación no es que mejoren los puntajes en las pruebas o en los logros de aprendizaje sino que una educación de calidad y pertinente realmente sirva para la movilidad económica y social del alumno a lo largo de su vida, para la productividad y la competitividad nacionales, y para su crecimiento, y esto sólo se verá, con evidencia robusta, a largo plazo”.
La lógica política, en cambio, suele ir en dirección opuesta. Todos los agentes relacionados con la educación –hacedores de política, medios, académicos, legisladores, activistas– se rasgan las vestiduras cuando los resultados nacionales de cualquier evaluación no muestran progresos relevantes o son malos, excepto, claro está, los de países que salen con los puntajes más altos, pues cada quien habla de la feria según le va en ella.
En PISA 2018, por ejemplo, de 79 países participantes apenas siete mejoraron sus resultados de manera estadísticamente significativa en los dominios observados (lectura, matemáticas y ciencias) y sólo uno, Portugal, está en la OCDE. Más aún: los líderes tradicionales (los países nórdicos, que empezaron sus reformas educativas en los años sesenta) ahora fueron desbancados por los asiáticos, que las iniciaron propiamente alrededor de los noventa del siglo pasado.
La polémica ha acompañado a PISA desde su origen, pero, al parecer, la referida específicamente a su pertinencia, comparabilidad o aspectos técnicos y metodológicos, ha subido de intensidad como lo exhiben la carta de 83 reconocidos académicos y pedagogos al director de PISA en la OCDE (“La OCDE y las pruebas PISA están dañando la educación en todo el mundo”, The Guardian, mayo 6, 2014); el muy reciente artículo académico de A. Rivas y M.G. Scasso en el Journal of Education Policy (“Low stakes, high risks: the problem of intertemporal validity of PISA in Latin America”); las amenazas de responsables educativos de no participar más en el ejercicio o, finalmente, los extraños problemas ‘técnicos’ ocurridos en Argentina, en 2015 y en España, en 2018. Cualquiera que sea la argumentación de sus críticos o defensores, esta prueba es lo que hay –por ahora– y los gobiernos harían bien en revisarla con objetividad y detenimiento, y extraer lecciones que sirvan para mejorar las políticas educativas.
Los últimos resultados para el caso de México eran los esperados y hay noticias buenas y regulares en el lapso 2003-2018. Por ejemplo, dice el informe, que “el puntaje alcanzado por al menos el 90 por ciento de los estudiantes en México mejoró en aproximadamente 5 puntos por cada periodo de 3 años, en promedio, en cada una de las tres áreas principales (lectura, matemáticas y ciencias). Como resultado, las brechas en el rendimiento entre los estudiantes con mayor y menor rendimiento en matemáticas y ciencias disminuyeron con el tiempo en México”. O bien que por la rápida expansión de la educación secundaria “la proporción de jóvenes de 15 años incluidos en las muestras de PISA aumentó de aproximadamente un 50 por ciento, en 2003, a un 66 or ciento, en 2018”, lo que provocó que esa expansión redujera “una tendencia subyacente más positiva en el rendimiento de los estudiantes”.
Pero por la misma razón que mencioné al principio, es obligado comprender que los progresos educativos sólo se producen en un contexto de reformas estructurales de largo plazo, como las instrumentadas en la pasada administración federal, entre ellas la construcción de un genuino sistema nacional de selección y evaluación docentes, basado en el mérito y la calidad, y un Nuevo Modelo Educativo, cuya primera etapa apenas empezó en el ciclo escolar 2018-2019. Ambos ejes, por cierto, ahora abortados.
Si bien es cierto que tales mejoras dependen de un conjunto diverso de variables, incluidas las socioeconómicas, y que en muchas ocasiones estas pruebas arrojan resultados contradictorios entre sí –por ejemplo que los niños no progresan, pero son felices, lo que en realidad aplica en otros estudios de la propia OCDE e Inegi para población en general–, que habría que estudiar en una perspectiva casi psicoanalítica, existe un denominador común: en países con instituciones débiles, ciudadanía de baja intensidad y voluntarismos políticos, muy rara vez las políticas públicas sostenibles se instrumentan exitosamente de la noche a la mañana. Como dijo esta semana el experto portugués Domingos Fernandes: los buenos resultados de Portugal hay que atribuirlos a un “ciclo largo de mejoras y a un conjunto de políticas estructurales con largo alcance y longevidad”.
Esto, que es verdad en todos los casos, en educación es mucho más acentuado porque los procesos de mejora dependen de trayectos largos de política, de distribución constante y disciplinada de insumos, y de ejecución tenaz y sostenida. Entonces, el desafío consiste en reorientar lo que se deba, en hacer mejor lo que ya estaba en marcha, en innovar donde se pueda y en aprender de las evidencias y prácticas nacionales e internacionales exitosas.
¿Es PISA la piedra filosofal? No. Pero ya sea que subsista, desaparezca o surja otra cosa, lo decisivo no es explicar una prueba sino ofrecer a los niños una educación de tal calidad que les sirva para su desarrollo y para su vida. Si entendemos esta sencilla lógica podremos tener, en el futuro, resultados satisfactorios.
El columnista es presidente del Consejo Asesor de la OEI y Chen Yidan Visiting Global Fellow en la Graduate School of Education de la Universidad de Harvard.
Texto publicado originalmente en El Financiero https://elfinanciero.com.mx/opinion/otto-granados11/que-hacer-con-pisa