La educación no es una cosa fácil de definir. Si pensamos en la vida y el lenguaje cotidiano, “educación”, puede referirse a la noción de persona “educada” en el sentido de “cómoda”, es decir, en el sentido de no incomodar a nadie que importe porque no sabe cuál palabra o cuál cubierto usar. También suele utilizarse la expresión para hacer referencia a alguien que ha leído, a alguien con quien otro leído se puede entender.
Ser “educado”, en el lenguaje cotidiano de la clase media de la ciudad de México en concreto, significa o bien ser cortés y correcto en las artes de la convivencia social en un mundo profundamente barroco y estratificado, o bien ser “letrado”, en el sentido de haber leído muchos libros y saber usar con corrección los acentos y el diccionario.
Pero no es a éso, ostensiblemente, a lo que se refieren las autoridades, los especialistas o los intelectuales públicos cuando hablan con voz engolada sobre “educación”. Su discurso aspira a referirse a algo más amplio, más universal y valioso. Ese discurso apela, o pretende apelar, a algo más “noble”, más intrínsecamente y universalmente importante. Por ejemplo, a la potenciación de la libertad o a las oportunidades vitales o la propiedad sobre uno mismo. A algo, en todo caso, más grande y presentable que el simple deseo de que todos observen las mismas reglas semánticas y conductuales de uno.
En esto de la “educación” hay y ha habido siempre una tensión fundamental: el dilema entre educación entendida como introyección de hábitos y conductas que perpetúen y no amenacen el status quo y educación entendida como camino de libertad y, por tanto, empresa generadora de riesgos y tumultos posibles que terminen trastocando el estado de cosas vigente.
Al final de cuentas, lo que se entienda por “educación” es, siempre, contingente y suele cristalizar un determinado balance entre lo que somos y lo que nos atrevemos a soñar.
En México hoy y desde hace tiempo, el sentido del término “educar” es incierto y contradictorio. No sabemos bien a bien a qué nos referimos y cuando, acaso, lo atisbamos, solemos acabar atrapados en las dudas entre el ser y el deber ser, y entre estos y los que nos gustaría ser.
¿Conviene que mi empleada doméstica esté muy bien educada, conozca sus derechos y me exija su cumplimento? ¿Conviene que mis empleados sean muy capaces y demanden salarios que reflejen su contribución a la empresa? ¿Conviene que mi contraparte en una negociación cualquiera esté tan bien “educada” como yo?
Es fácil hablar del derecho a la educación de calidad. Menos fácil, pero viable exigirlo, si mis hijos estudian en una escuela privada de alta calidad. El costo no es demasiado alto. Tengo voz, pero también salida. No todos en México, en India, en Brasil, en Chile tienen ese privilegio. ¿De qué, exactamente, estamos hablando cuando hablamos de educación de calidad para todos, en un país, que recompensa muchísimo más a quién conoces que cuánto sabes?
Publicado en La Razón.