Ante la visión oficial, la noticia sesgada y el jucio apresurado, la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), sede México, hizo un alto en el camino y tuvo el acierto de abrir un espacio plural de discusión académica sobre las recientes iniciativas propuestas por el Poder Ejecutivo —y avaladas por el Legislativo —para impulsar el cambio en el nivel de educación básico de México, que es el que más estudiantes, financiamiento y recursos concentra.
El seminario internacional: “Reforma educativa, ¿qué estamos transformando?” estuvo organizado en cuatro mesas temáticas con títulos y marcos de referencia muy sugestivos. La primera mesa se llamó: “Servicio Profesional Docente (SPD): entre la lógica de la eficacia y la gobernabilidad del sistema educativo”; la segunda analizó las implicaciones laborales del SPD, la tercera trató el tema de la gestión y de la federalización educativa y la cuarta, trató el tema de la evaluación y la política educativa.
Como uno de los participantes en esta última mesa traté de responder a la pregunta: ¿A qué grado podría la evaluación mejorar los procesos de política pública educativa? En esta serie de artículos compartiré algunas de mis reflexiones que tuve el honor de discutir con mis apreciados colegas como Teresa Bracho (INEE), Francisco Miranda (Flacso), Margarita Poggi (IIPE-UNESCO), Gabriela Uribe, de la Secretaría de Educación del Estado de Guerrero y sobre todo, con el entusiasta público que asistió a Flacso. Así que el debate continua.
Difícilmente un indicador sobre desempeño docente, escolaridad, aprovechamiento académico o sobre las condiciones de estudio puede dar cuenta de un fenómeno tan complejo como es la calidad educativa. En México, se ha adoptado un marco conceptual de lo que esto significa, identificado sus componentes, dicho que la integración de éstos constituyen la “calidad” y por si fuera poco, se han creado indicadores para dar cuenta de ella de manera objetiva. Esto no es un logro menor, pero tristemente se olvida al entrar al terreno de la disputa política.
Sin embargo, evaluar la calidad de la educación requiere más que un constructo coherentemente construido. Se requiere, entre otras cosas, de una base de información más amplia y plural y un uso inteligente de ésta. A la par de los indicadores que se han generado y de los resultados de las pruebas nacionales e internacionales sobre logro académico, parecería que aún falta mayor evidencia para discutir qué programas suprimir, qué políticas mantener y cuáles reforzar, pero, ¿cuál podría ser esa evidencia? En otros espacios, he argumentado que se requiere de un esquema de evaluación de políticas y programas mejor articulado.
En México, la evaluación de políticas y programas ha existido desde hace varios años, ya sea como mero requisito de las agencias financiadoras, como labor independiente de los investigadores o, más recientemente, como parte de la regulación gubernamental. Sin embargo, parece haber al menos tres limitaciones sobre este tema. Primero, la evaluación de políticas sociales tiene serias limitaciones para valorar la efectividad de los programas en su conjunto, es decir, cómo se produce la sinergía entre varias intervenciones (INSP, 2007; Muñoz, Magaña y Bravo 2009; Bracho, 2011).
Segundo vacío: los esfuerzos de evaluación se han concentrado en verificar el cumplimiento de ordenamientos presupuestales o normativos bajo el esquema de planeación gubernamental conocido como la metodología del Marco Lógico (MML) y esto, como bien argumenta Bracho, facilita el seguimiento de los resultados, pero no tiene el potencial de valorar profundamente el programa en cuestión.
Tercero, parece haber una multiplicidad de esfuerzos institucionales para evaluar programas en el campo de la educación de México. Existe, por un lado, la Dirección General de Evaluación de Políticas de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y por otro, la Ley General de Desarrollo Social establece que la evaluación de la política social —que incluye, por supuesto, a la educativa— la realizará el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (Coneval), las universidades y organizaciones “no lucrativas”, siempre y cuando sean independientes al ejecutor del programa (LGDS, 2004)
Por si esto fuera poco, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), junto con la Subsecretaría de Educación Básica (SEB) han puesto en marcha convocatorias para apoyar proyectos de investigación educativa que evalúen el “diseño, resultados e impacto de programas y estrategias educativas”. A este conjunto de iniciativas se sumó el INEE que, desde 2002, ha incluido como una de sus funciones la evaluación de programas. Ahora, el Artículo 25 de la ley del Instituto, promulgada hace unos días, vuelve a reforzar el punto.
Ante esta multiplicidad de esfuerzos, es justo preguntar: ¿Podrían todas estas instancias articularse para saber públicamente qué programas y políticas educativas verdaderamente funcionan? ¿Quién ha hecho una síntesis de los resultados de evaluación de impacto de los programas educativos? ¿Están las evaluaciones midiendo realmente lo importante? ¿Y qué es lo importante para esta administración? ¿Las “competencias” lectora, matemática y científica o algo más?
La evaluación de políticas y programas en el campo educativo es una necesidad real. No hay que olvidar que Gestión Social y Cooperación (Gesoc, A.C.) reportó que 105 de 132 programas públicos federales o presentan problemas de opacidad y por lo tanto, no pueden ser evaluados o simplemente, no están orientados a resolver los problemas para los que se crearon. Tienen, en palabras de Gesoc, una “dispersión de la política social”. Este conjunto de programas —que incluyen a varios en el terreno educativo—, captaban en 2011, 39 por ciento del total del presupuestos asignado. ¿Está México para derrochar así sus escasos recursos?
La evaluación de política y programas requiere de un mayor impulso y atención de los especialistas, funcionarios y centros de investigación con el propósito de ampliar la base de información y que así, se discuta con mayor rigor y claridad qué políticas educativas habrá que mejorar, suprimir o apoyar. De otro manera, la base del cambio educativo estará sólo asentada en ocurrencias, fobias y modas. Por eso luego nos va como nos va.
Publicada en Campusmilenio