Esta semana se cumplieron los 70 años de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Es uno de los triunfos civilizatorios más trascendentes y de más profundas consecuencias de la historia. El diálogo entre ideologías distanciadas y culturas de enorme diversidad ha encontrado un campo común en estos contenidos mínimos de ética universal y ciudadana.
No sólo con contenidos de justicia, sino incluso de virtud, pues –como sostiene Luigi Ferrajoli- son “la ley del más débil”. El orden típico de las cosas es que la fuerza permanezca: el abusivo triunfa porque puede, el mentiroso reincide porque puede, el ladrón saquea hasta que puede; si los derechos humanos se consideran como estructura portante de la convivencia en una sociedad, entonces resulta que hay un recorte deliberado al alcance del poder, y que reconocemos que los menos afortunados deben ser resguardados porque sí, por principio, aunque en ello no haya ganancia alguna ni conveniencia inmediata.
Y son progresivos: no sólo son “progresistas” en el sentido de reconocer lo que históricamente se ha luchado para trato justo y no discriminación, sino que en su cumplimiento se obliga a los gobiernos a progresar o al menos a no retroceder de lo ya alcanzado, que no disminuyan los reconocimientos legales y de las consecuencias tangibles en su goce y ejercicio por las personas. La progresividad es característica inseparable de los derechos humanos.
Por supuesto, la clave es que no se queden en enunciados declamatorios, sino que se conviertan en lo que el filósofo jurídico Gregorio Peces-Barba tanto ha subrayado: derechos fundamentales, que son a la vez universales, inabarcables, indivisibles entre sí, sin caducidad, mientras que son derecho positivo y efectivo, se hacen valer en tribunales, se tematizan en leyes y se convierten en criterios definitivos para zanjar disputas, fincar responsabilidades, establecer remediación y marcar restituciones precisas.
Dicho más simple: lo más conmovedor de nuestra común humanidad, nuestras ganas de ser, de estar saludables, de no sufrir violencia, de que ningún gobierno nos rebaje, de que protejamos con prioridad a los más pequeños, tiene como cara posterior de la moneda principios bien concretos. Así pasa con la educación: es una enorme aspiración que todos desarrollemos sin traba e indefinidamente nuestras competencias y talentos, sin restricciones artificiales, sin que nuestra natural curiosidad y deseo de transformar el entorno se frustre o sea ceñida por límites arbitrarios; al mismo tiempo, pasa por mínimos vitales que es inaceptable no lograr para cada una, para cada uno: la posibilidad de aprender un lenguaje, de convivir con pares, de entender el mundo natural que nos rodea, de tomar y ejercer las instituciones y reglas que nos coordinan.
Con el instrumento de la educación pública, es derecho humano y fundamental de cada una, de cada uno, llegar a la escuela, que sea un espacio de aprendizaje adecuado, seguro, sano y empático; permanecer en ella para adquirir habilidades y ejercer todos los derechos con la guía de adultos responsables, preparados y empáticos. Aprender en la escuela y participar en el propio proceso, pues eso determina la posibilidad de un proyecto propio, libre y elegido de vida. El derecho a la educación, entendido no sólo como “derecho a la matrícula” sino el verdadero derecho a aprender, que incluye pero va más allá de lo cognitivo y académico e incluye lo estético, lo cívico, los valores, lo socioemocional, es como la entrada y portal de los demás derechos.
De lo elevado a lo concreto o más, como decimos en México, a lo “concretito” el derecho a la educación es una tarea crucial en la que se juega la legitimidad de todo régimen. Ayer también hubo un anuncio sobre el derecho a la educación, pues el Presidente de la República, en su conferencia matutina anunció que estaba firmando una iniciativa de reforma al Artículo Tercero. En este momento que escribo, aún no llega a la Cámara y no hay un texto oficial. Un rasgo preocupante es que al parecer se elimina el segundo párrafo actual del Artículo, que justamente la Suprema Corte de Justicia de la Nación tomó como referente para confirmar que cada niña y niño en México debe contar con un maestro idóneo, y que dicha idoneidad es en sí una garantía que tiene que garantizar el Estado Mexicano como titular de las obligaciones en el derecho a la educación. No queda tampoco claro que una sustitución de la actual fracción III considere esa garantía, y que se interprete un derecho de los maestros al margen del derecho de los niños. La progresividad implica no retroceso, la indivisibilidad implica que no se elige entre el derecho de niños y el de adultos, sino que se coordinan para que se cumplan ambos, con la prioridad para los niños pero sin agravio ninguno a los adultos.
Se puede cambiar de términos, de instrumentos y de procesos, pero sería un grave retroceso en México que avanzando en el fortalecimiento y dignificación de los docentes se olvide esa garantía constitucional ya reconocida, o se la borre de las prácticas, en contra del principio de progresividad. Es la oportunidad de hacer valer, incluso en el texto, el principio de interés superior (que ya se menciona en el Artículo Cuarto) y también de incorporar, como hemos insistido desde la sociedad civil, la visión de derechos de Niñas, Niños y Adolescentes que ya incluye su correspondiente Ley General, cuyo capítulo Undécimo plasma lo referente al derecho a la educación.
Veremos qué sigue en la discusión, pero promete una clarificación muy necesaria saber si en la modificación del artículo reglamentario de un derecho humano fundamental de verdad habrá progresividad. La civilización no es lineal, pero el proceso parlamentario de confección de las leyes tiene el reto de siempre avanzar, y no volver atrás.