Carlos Ornelas
Geoff Whitty y Emma Wisby argumentan que desde el voto británico a favor de la salida de la Unión Europea (el Brexit) y la elección de Donald Trump en Estados Unidos, se habla mucho de que vivimos en la sociedad de la “posverdad”, en la que las “verdades alternativas” compiten entre sí. Hoy, los populistas a menudo ridiculizan a los “expertos” y celebran el “sentido común”, incluso cuando parece contradecirse con las pruebas.
Parecería un retrato fiel de lo que pasa en México donde el presidente López Obrador ataca al conocimiento experto, desprecia a la investigación científica y acomete contra las instituciones de educación superior, donde se produce conocimiento.
Los gobernantes populistas, continúan Whitty y Wisby, se encaraman en la poca eficacia y el mal uso de la toma de decisiones apoyada en evidencia para avanzar en sus propuestas políticas y desfondar instituciones, por ejemplo, las de educación. Embisten, no sin cierta razón, que la evidencia producto de investigaciones con amplia base empírica y elevada a rango de verdad científica por los abogados de la nueva gerencia pública no soluciona los problemas de la educación.
Por supuesto, los populistas critican a la tendencia tecnocrática, que abanderan organismos intergubernamentales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos con pruebas estandarizadas, como PISA, que, según otros autores, aspiran a gobernar por números el ámbito de la educación. Es otra verdad alternativa ya que se desentiende de relaciones sociales fundamentales e ignora las particularidades de cada país y localidad.
La otra verdad alternativa que enjuician los autores de ese ensayo, es que la toma de decisiones basada en evidencia producida por la investigación, enmendaría la educación y sanaría a la política educativa. Citan al legendario educador británico, John Nisbet, que desde 1974 sentenció que hay que alejarse de “la idea ingenua de que los problemas se resuelven con la investigación educativa”. Por el contrario, estimó que la relación entre la investigación y la política es “indirecta” y se trata más de “sensibilizar” a los responsables políticos acerca de los problemas que de resolverlos.
Sin embargo, los políticos populistas toman decisiones desinformadas que lastiman a la educación. Lo hacen con base en prejuicios o en creencias personales, sin base sólida ni sensibilidad. Por ejemplo, enterrar las escuelas de tiempo completo o a las estancias infantiles, porque —aunque beneficien a los pobres, el eslogan del presidente López Obrador— son producto de la época neoliberal, son pecaminosos.
Las relaciones entre el saber y el poder son complejas; lo eran antes de la posverdad, del neoliberalismo y del populismo. El político defiende intereses de clase, de grupo y personales. El ejercicio del poder es esencial para satisfacer apetitos de toda naturaleza. La vocación del científico, es la búsqueda de la verdad, Weber dixit.
Empero, en un contexto populista, la “prueba de la verdad” es, en última instancia, la popularidad y no las convenciones académicas. Lo que supone el triunfo de las emociones, se imponen a la racionalidad y desprecian la realidad.
A grandes rasgos, lo que vivimos en la política educativa de la cuarta transformación son verdades alternativas que, no obstante proclamar fines loables, al final desembocan en fortalecimiento del poder presidencial y el reflujo de la educación, aunque la retórica mañanera proclame lo contrario.
Referencia: Geoff Whitty y Emma Wisby, “Evidence-Informed Policy and Practice in a ‘Post-truth’ Society”. En Guorui Fan and Thomas S. Popkewitz, compiladores. Handbook of Education Policy Studies: Values, Governance, Globalization, and Methodology. Vol. 1. Singapore: Springer, 2020.