Si bien formo parte de un Gobierno, escribo desde la más absoluta libertad política, personal e intelectual a la que, como simple ciudadano, tengo derecho. Por ende, la ejerzo para decir que votaré por José Antonio Meade, el candidato presidencial de la coalición Todos por México.
He pasado tres décadas y media de vida profesional en la política, la Administración pública y la academia. Me siento orgulloso de lo que he aportado a mi comunidad y a México. Soy, también, miembro del PRI, con cuyo apoyo gané limpiamente las elecciones para gobernador de mi Estado, Aguascalientes, y así fueron reconocidas por todos los partidos.
Terminé mi gestión con una aprobación del 72% y, de acuerdo con distintos reportes independientes, el Estado que goberné aparecía en primer lugar nacional en más de 37 indicadores de crecimiento, competitividad, seguridad, desarrollo social, transparencia y prácticas éticas. Supongo que por eso mismo se han escrito numerosos trabajos académicos y tesis de maestría y doctorado en distintas universidades y centros de investigación de México y el extranjero, casi todos positivos, sobre varios aspectos de mi Administración. Hoy estoy encargado, junto a un gran equipo, de continuar la instrumentación de la más ambiciosa reforma educativa que se ha realizado en México en décadas y cuyos niveles de aprobación pública alcanzan, por cierto, un 64%.
Por tanto, como decía Montaigne, si “el verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas”, hablo entonces desde una legítima posición de autoridad moral y política. Y desde ella deseo explicar, con sinceridad, por qué Meade es la mejor opción para presidente de México.
Nuestro país ha emprendido, en estos años, las reformas estructurales más profundas, creativas e innovadoras para mejorar los niveles de crecimiento, productividad y bienestar de los mexicanos. Sus resultados son inobjetables.
En la Administración de Peña Nieto se han creado más de 3.300.300 nuevos empleos formales, casi la misma cantidad acumulada que en los 12 años previos, y el desempleo bajó de 4,8% a 3,4%. Los salarios mínimos han aumentado un 18% en términos reales mientras que en la pasada Administración decrecieron un 0,3%. La pobreza extrema era, antes de este Gobierno, del 11,3%, y hoy es del 7,6%. Gracias a la reforma de telecomunicaciones, el número de personas con acceso a banda ancha móvil creció de 27 millones en 2012 a 77 millones en la actualidad. México ocupa ahora el octavo lugar en la clasificación mundial de llegada de turistas internacionales, mientras que en 2013 era el número 15. Hoy, casi cinco millones más acceden a servicios de salud. Entre 2013 y 2017 la inversión extranjera directa acumulada es de casi 172.000 millones de dólares, un 50% más que en el sexenio anterior, sin incluir los 175.000 milllones dólares comprometidos gracias a las oportunidades abiertas por el nuevo modelo energético. Para finales del año pasado las exportaciones mexicanas llegaron a 400.000 milllones de dólares y la economía llevaba 32 trimestres consecutivos de crecimiento. Y la reforma educativa ha permitido hacer la mayor inversión en infraestructura escolar (132.000 millones de pesos), alcanzar las tasas de cobertura más altas en educación básica, media y superior, asignar 190.000 plazas docentes y promociones exclusivamente por mérito y por concurso, evaluar a 1.241.000 maestros en diversas modalidades y empezar a registrar mejoras de logros de aprendizaje en buena parte del país, entre otras cosas. Esta es una realidad que solo desde el oportunismo, la demagogia y la megalomanía puede desconocerse.
¿Es honesto entonces, a pesar de hechos específicos de corrupción que se han registrado sobre todo a nivel estatal, negar los progresos del país? ¿Es sensato frenar o eliminar las reformas que han permitido esos logros, como han ofrecido algunos candidatos presidenciales? ¿Es inteligente cancelar las posibilidades de una vida mejor y un futuro más promisorio para los 124 millones de mexicanos que, de una u otra forma, se han beneficiado de estos cambios? Pienso que no. Antes bien, profundizar y perfeccionar esas reformas exige, primero, entenderlas a cabalidad y, después, continuar con ellas. Y a mi juicio, esta certidumbre solo la ofrece un candidato.
La segunda reflexión es que México exige un Gobierno eficaz y competente y que quien lo encabece tenga los niveles de preparación, capacidad, experiencia y madurez psicológica y emocional suficientes y sofisticados, sencillamente porque moverse en las complejidades del país y del mundo necesita un liderazgo equilibrado y dotado de esas cualidades. Podrá haber distintas apreciaciones sobre la personalidad de cada candidato pero nadie en su sano juicio, incluidos los candidatos de las oposiciones, discute que el contendiente que las reúne cabalmente es el de la formación gobernante.
Que cualquier país, en tercer lugar, necesita Gobiernos honestos, ciudadanos decentes e instituciones eficaces es reiterar un lugar común. Pero quienes gobiernan son las personas y lo que puede anticipar su conducta cuando eventualmente llegan al poder son los hechos de que está compuesta su biografía política y personal. En un sentido integral, el único que hasta ahora ha podido explicar y documentar con claridad un modo honorable de vida y una adecuada competencia profesional es el señor Meade. Que se sepa, nadie ha podido demostrar lo contrario. Más aún: evaluadas por su claridad conceptual, técnica y política, las propuestas que han formulado sus adversarios acerca de los principales desafíos que México afrontará en los próximos años producen verdadera estupefacción por el evidente desconocimiento que exhiben acerca de cómo funcionan la Administración, la economía, el desarrollo, las políticas públicas y, en suma, el país y el mundo.
Finalmente, la historia revela que aquellos personajes con pretensiones mesiánicas siempre terminan mal, ahogados, diría Marguerite Yourcenar, en “ese afán de sensacionalismo que acaba por hacer que triunfe la política peor”, con el grave añadido de que los costos los paga la gente que menos tiene, los más débiles, los más rezagados.
Votar es, de muchas maneras, elegir un destino. Los mexicanos deben hacerlo con la cabeza, el corazón y el carácter, no con el hígado ni desde el rencor o el resentimiento, por comprensibles que sean. Por eso votaré por José Antonio Meade.
Texto publicado originalmente en El País