A lo largo de estos años he saboreado los sinsabores de la profesión, pero también, las grandes satisfacciones que la docencia brinda cada día, con cada amanecer, en cada aula y en cada escuela.
El cúmulo de sucesos, inimaginables e inciertos, generan cierta inquietud, cierto desasosiego, cierta esperanza. ¿Qué nuevas y extraordinarias aventuras viviré este día? Siempre me he preguntado y la respuesta, tan inverosímil como cierta, me remonta a los primeros encuentros que tuve con mis alumnos. Sí, personas cuyas edades se asemejaban a la mía. ¿Qué podré enseñarles si tal vez poseamos los mismos conocimientos? Cierto, la escuela te prepara teóricamente para enfrentar las diversas situaciones que pueden ocurrir en un salón de clases, pero la práctica… ¿qué puedo decir de la práctica? Ésta hace al maestro.
¿Cómo olvidar ese nerviosismo que recorría todo mi cuerpo cuando por primera vez estuve frente a mis estudiantes? Aún lo recuerdo y debo ser sincero, a pesar de tener más de 20 años de servicio en diferentes escuelas, todavía lo siento. Describirlo es indescriptible. De hecho hace unos días, cuando conversaba con algunos jóvenes de alguna escuela normal del Estado de Puebla, les decía que antes de estar frente a ellos, sentí un golpe de adrenalina, tan único como sincero, pero que nada, absolutamente nada se comparaba con ello. Es sentirse vivo, es sentirse pleno, es sentirse completo.
No hay más, la docencia me ha dado los mejores momentos de mi vida profesional. Bien lo afirmaba Esteve en su texto “La aventura de ser maestro”, la docencia es una profesión ambivalente, porque en ella te puedes aburrir soberanamente o bien, puedes maravillarte con el descubrimiento que cada día hacen tus alumnos, y es cierto. Nada puede compararse con el ejercicio diario a través del cual se logra interactuar con el otro, que no es otro más que uno mismo, porque ambos viven en un mismo plano, en un mismo espacio, en un mismo mundo.
¿No acaso la docencia implica una acción de enseñanza mutua, recíproca? Si mis conocimientos no me fallan ésta, la docencia, en una sola acción, pone en marcha una relación indisoluble entre el maestro y el alumno. Ahí, en ese momento esplendoroso, tiene sentido el ejercicio docente que, quienes lo ejercemos, podemos contemplar en toda su magnitud y eso, créame usted mi apreciable lector, no encuentra comparativo alguno.
Sí, en estos años, particularmente desde que inicio el pésimo gobierno de Enrique Peña Nieto, la docencia y al docente, se le ha satanizado, se le ha enjuiciado, se le ha denostado. Toda responsabilidad sobre los magros resultados que se han visto y conocido en el Sistema Educativo Mexicano (SEM) se les han atribuido a los maestros, y esto no es cierto porque como sabemos, las políticas educativas que se han implementado en estos casi seis años de gobierno con la idea de “mejorar” la calidad educativa, no han logrado los resultados esperados. Nada más nefasto que el “Pacto por México”. Un montaje a través del cual, se dijo, el estado recuperaría la rectoría de la educación y ¿qué es lo que ha recuperado?, ¿qué es lo que ha arrojado la implementación de una reforma educativa?, ¿qué beneficios ha traído consigo una evaluación punitiva?, ¿cuáles son los logros o beneficios que se han obtenido con un ingreso al servicio profesional docente si en los estados o en buena parte de ellos, las prácticas clienterales y corporativas siguen permeando a las instituciones cuyo propósito es el de velar por la aplicación de una Ley del Servicio Profesional Docente? En fin, ¿qué es lo que se ha obtenido? Como decía, la denostación de la docencia y del magisterio.
Por qué sí estudiar para maestro, fue una interrogante que me surgió en los primeros días del mes de febrero de este año, cuando a través de las redes sociales, observé que varias escuelas normales del país comenzaron a publicar sus convocatorias de ingreso. Todas estas escuelas, además de convocar a los miles de jóvenes que próximamente egresarán del bachillerato, difundieron videos mediante los cuales dieron a conocer sus programas de estudio. Un ejercicio que difícilmente se veía hace unos cuantos años pero que hoy, ante una inminente reducción de la matrícula por los efectos que esa misma denostación del magisterio se ha hecho evidente pero, también, por las políticas que la misma Dirección General de Educación Superior para Profesionales de la Educación (DGESPE) y lo que cada estado de la República Mexicana ha implementado con la idea de disminuir y, tal vez desaparecer, al normalismo mexicano, a éste, no lo han mermado por completo. Y no lo han mermado porque el normalismo sigue vivo; ahí, caminando en silencio, con pasos firmes y seguros; con voz pausada pero nítida; con ideas claras y principios sólidos; con sueños y esperanzas renovadas.
Por qué sí estudiar para maestro es una pregunta que tiene más de una respuesta; porque ésta es un noble profesión que, más allá de esas políticas educativas, más allá de esos “Pactos por México”, más allá de los Secretarios de Educación y funcionarios a cargo de la DGESPE, o de los que ocupan las diferentes direcciones generales de normales en las Secretarías de Educación de las entidades, se encuentra una esperanza. Una esperanza que solamente la educación brinda a cada uno de nosotros: la docencia.
Ésta, es encontrarse con un mundo maravilloso donde los sueños cobran vida a través de un cuento, de una lectura, de una poesía. Es maravillarse con la resolución de un problema, de un acertijo, de una adivinanza. Es asombrarse con un relato histórico, con una leyenda, con una semblanza. Es sorprenderse con un experimento, con un descubrimiento, con un juego. Es simplemente vivir y vivir una vida.
Cierto, como toda profesión, seguro estoy, que los sinsabores son parte de ésta; los he vivido, de eso no hay duda. No obstante, y como al inicio de estas ideas refería, aprender a saborearlos, es también una enseñanza, un proceso, un aprendizaje. Enseñanza, proceso y aprendizaje que es para toda la vida.
Creo en las escuelas normales y el potencial que en éstas se encuentra. Recientemente lo constaté en el 2º Congreso Nacional de Investigación sobre Educación Normal pero también, lo he constatado en el recorrido que he realizado en varias de estas instituciones formadoras de docentes del país. De hecho, si alguien en este instante me preguntara si volvería a estudiar para maestro, con el corazón en las manos le respondería que sí. Sí, porque vale la pena ser maestro.