La semana pasada, un grupo de 92 académicos de países altamente desarrollados se lanzaron en contra de la prueba PISA en una carta abierta dirigida a Andreas Schleicher, artífice y director de ese programa dentro de la OECD. La carta le critica a PISA el haber contribuido a hacer de las pruebas estandarizadas el principal instrumento para evaluar la calidad educativa en un número creciente de países. Se le critica también el incentivar la búsqueda de soluciones educativas de corto plazo, a costa de transformaciones más profundas. Finalmente, los críticos cuestionan el que sea la OECD, organización centrada en temas económicos y, por tanto, particularmente interesada en la utilidad económica de la educación y entidad en la que el peso de los técnicos es dominante, la que esté definiendo lo que importa y lo que no en materia educativa a nivel planetario.
PISA ha contribuido, efectivamente, a enfatizar lo medible en demérito de lo no medible y, en alguna medida también, a limitar la participación de los no-expertos en el debate sobre las finalidades de la educación. Dicho lo anterior, resulta importante señalar que el éxito sin parangón de PISA es el producto de una combinación de factores muy poco frecuente.
Primero, la audacia y creatividad intelectual que supuso el haberse animado a romper con el currículum como base para evaluar los aprendizajes de los alumnos y a postular el dominio de un número acotado de “competencias” –lectora, matemática y científica- como el objetivo central de la escuela para el siglo XXI. Segundo, la habilidad inusual para aprovechar la necesidad no atendida de explicar y aportar alguna solución plausible a la pérdida de competitividad de Occidente frente a Asia, así como al aumento de la desigualdad en los países ricos que no atentara contra las tesis dominantes sobre la primacía de los mercados, la competencia y la propiedad privada. Tercero, la impresionante capacidad para coordinar esfuerzos a nivel mundial en torno al diseño, ejecución y evaluación de los aspectos técnicos de la prueba. Cuarto, una destreza excepcional para posicionarse mediáticamente haciendo uso de elementos clave del nuevo lenguaje global del poder: los ordenamientos jerárquicos: ¿quién está arriba, quién está abajo?, y la “fría objetividad” de los números.
El éxito de PISA tiene mucho que ver, sin duda, con los tiempos “neo-liberales” que corren en el mundo desde hace poco más de 30 años. Ese éxito es, también y sobre todo, producto de la inteligencia, sentido de oportunidad y talento excepcional -tanto técnico como comunicacional- de sus arquitectos para montarse en esos tiempos y potenciarlos (para bien y para mal).
Para mal porque todo lo que no mira PISA –por ejemplo, las habilidades no-cognitivas, tales como la perseverancia y la disciplina, la educación artística, así como la capacidad para interrelacionarse y cooperar- tiende a desdibujarse. Para bien porque PISA pone el dedo en la llaga al atreverse a preguntar cosas fundamentales y tremendamente incómodas tales como: ¿Cuáles tendrían que ser los objetivos básicos de un sistema educativo? ¿Qué pasa adentro de esas cajas negras llamadas “aulas”? ¿Cómo medir el trabajo que hacen las escuelas?
PISA ofrece respuestas explícitas y bien argumentadas a todas estas preguntas. Podemos o no estar de acuerdo con ellas. Lo que resulta claro es que la barra para medir la calidad de las respuestas posibles a esas preguntas se volvió, una vez inventada PISA, más exigente.
Bienvenida la crítica. Para contar con mejores alternativas, sin embargo, hace falta meterle más trabajo a la tarea. Hace falta, en suma, transitar de la crítica a la construcción de alternativas más completas sí, pero al menos, igualmente rigurosas y exigentes.
Publicado en El Financiero