Empecé a corear el “2 de octubre no se olvida” cuando llegué a la Universidad. La frase tantas veces repetida me acompaña desde que tropecé con los libros de Carlos Monsiváis y, sobre todo, la emotiva Noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. El segundo texto que escribí y fue publicado en una pequeña revista escolar en nuestra facultad se llamó “Memorandum: a veinte años”; vio la luz hace justamente 25 años, el 2 de octubre de 1988. El grito (y el hecho funesto) lo sigo sintiendo, aunque debo confesarlo: cada vez me sale con menos entusiasmo el coro.
Es verdad que el 2 de octubre no se olvida. No se olvida a quienes nos ubicamos de este lado de la vereda, de quienes fuimos y somos persistentes inconformes con una sociedad permanentemente injusta, autoritaria y poco democrática. No se olvidó nunca, ni antes ni ahora, pero tampoco a los del otro lado, a los mismos que asesinaron, que reprimieron en aquellos años. Con otros nombres y apellidos son los mismos que no dejaron de asesinar, con otros métodos; los mismos, con otros nombres y apellidos, pero con los mismos colores, que siguen comprando a la prensa y a la todavía cuantiosa opinión pública venal. Son los mismos que ayer fueron expulsados y regresaron a su paraíso de la corrupción y la impunidad.
No se olvida y no se puede olvidar porque muchas causas siguen vivas. El hambre no se sació en millones de mexicanos. La justicia no fue justa con otros tantos, entre más abajo en la escala social, más victimados. La escuela básica sigue siendo un derecho negado a más de 30 millones. No se olvida porque la democracia, con innegables avances, sigue dando muestras de la misma piel antidemocrática que no se limpia con millones y millones para un ostentoso sistema electoral.
No, no se puede olvidar, porque siendo el país otro, con avances y progresos, continúa experimentando un subdesarrollo que más que una etapa progresiva parece una deformación congénita. De desarrollo humano pleno, hay que decirlo, no de indicadores macroeconómicos, esos que mide el PIB e incluyen los costos del desastre, la militarización, la violencia.
No se olvida, cierto, pero no se olvida por ninguna de las partes. Entonces, los maestros, las maestras mexicanas, siguen ocupando un sitio relevante en este ejercicio casi desmesurado de no perder la memoria, de contarlo, de transmitir los hechos y la dignidad de esos días. Un pueblo sin memoria está condenado a casi todo, y nosotros tenemos razones para alertarnos, porque la desmemoria de algunos (la desvergüenza, el cinismo) permitió, por ejemplo, que un esperpento peruano viniera a dictar cátedras de moralidad. Es la funesta desmemoria que permite, canta Joan Manuel Serrat, que sea lo mismo un burro que un gran profesor.
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