¿Cómo aprendemos a hacer ciencias sociales? ¿Qué condiciones se deben cumplir para desarrollar el conocimiento en esta área? Estas preguntas quería responder Edmundo Jiménez en su tesis de posgrado de la Universidad Autónoma de Querétaro, pero tristemente murió hace una semana.
Que nuestro estudiante ya no esté de manera física, no debe cejar el esfuerzo de pensar en la construcción del conocimiento; al contrario.
Edmundo poseía una avidez por mostrar que las ciencias sociales habían “dejado la cuna de la pseudociencia”, al igual que la química se había apartado de la alquimia o la astronomía de la astrología. Pero pese a este avance, aún hay dudas sobre si lo que hacemos los académicos en verdad constituye un cuerpo de conocimientos sólido.
Detrás de esta duda, Edmundo quizás advertía que el comportamiento de algunos científicos sociales dejaba que desear y él quería estudiarnos para poder sostener o rechazar sus supuestos. Esta intuición e interés intelectual del joven estudiante nos llevó a hacernos distintas preguntas y a revisar a varios autores, entre ellos, a Robert K. Merton (1910-2003), el sociólogo estadounidense que acuñó el término “ethos científico” para referirse a ciertas reglas que debíamos observar las y los investigadores.
Estas reglas o normas son el escepticismo, basado en el cuestionamiento constante a la rutina, autoridad y al “reino de lo sagrado”; la universalidad que postula que los argumentos científicos no deben depender de los atributos o características personales del investigador; la comunalidad que sugiere que los resultados científicos son producto de la colaboración social y por tanto, están asignados a la comunidad; y por último, el desinterés que indica que trabajamos con pasión por el conocimiento y en beneficio de la humanidad.
Verificar si los universitarios observábamos estas normas y sobre todo, cómo las reescribíamos a partir de nuestras condiciones reales de trabajo y de nuestros respectivos ambientes intelectuales era una de las tareas a las que Edmundo se tenía que abocar en estos días; pero vida y muerte son “dos flores gemelas” de un mismo tallo, diría un poeta.
La vocación científica de Edmundo estará presente en la medida en que algunos colegas justifiquen que el principal organismo de promover la política científica del país –Conacyt– debe “alinearse” y “compartir los intereses” de proyectos políticos específicos. ¿Hemos perdido las y los universitarios la capacidad de cuestionar y ser escépticos? ¿En aras del cambio prometido —que no llega— vamos a comprometer la “universalidad”? ¿Qué ethos estamos construyendo en realidad cuando por medio de un reglamento, inhibimos la crítica, creemos que hay “ciencia neoliberal”, mentimos, descalificamos y perseguimos a miembros de la comunidad científica, tergiversamos la ley, o creamos comisiones irregulares para otorgarle reconocimiento —y dinero— al allegado?
La curiosidad, inteligencia y amabilidad de Edmundo hacían muy gratificante mi trabajo en la UAQ. Lo voy a extrañar. Sabía que estaba frente a un joven inquisitivo cuya reflexión académica lo iba llevar a planos de actuación importantes. Fue un pensador estudiante.