La razón lo pide, la convicción lo confirma, el orden jurídico lo manda. O lo ‘mandata’, como gustan decir los abogados constitucionalistas. Niñas, niños, adolescentes y jóvenes (NNAJ), no menos de 30 millones en nuestro país tienen algo que decir en esta emergencia. Tienen mucho que decir. Hay una palabra suya, que nos estamos perdiendo.
La emergencia sanitaria se revela también como emergencia educativa, como emergencia en la convivencia, como emergencia en y para la democracia. Es imperativo mantenernos sanos y evitar el contagio con el distanciamiento social, pero a estas alturas ya nadie puede considerar que el cierre de escuelas es un ajuste menor en la vida de niñas y niños. No, es un cambio mayúsculo, una irrupción, una interrupción, un golpe que sacó de curso la nave de sus vidas. Todos los riesgos se agravan y ahondan en el encierro.
Niñas y niños, en buena parte del territorio nacional, enfrentan situaciones inéditas que ponen en jaque sus derechos. ‘Quédate en casa’ no está fácil si las oportunidades de aprendizaje se desarticulan, y se pierde contacto con la maestra o maestro; el libro de texto, la televisión y la plataforma no contestan preguntas, no corrigen en tiempo real, no piden paciencia, no reconocen esfuerzo, no dan ánimo ni ofrecen consuelo y consejo. Estar en casa es complicado y doloroso si hay maltrato y negligencia, o peor, si hay abuso. La principal barrera para el aprendizaje y la participación es la violencia y el estrés tóxico.
Para quien está en movilidad, como NNAJ migrantes, o en situación de calle, no queda claro qué significa ‘Quédate en casa’. Para quienes estaban internados en todo tipo de instalaciones y apresuradamente se quedan afuera, es difícil interpretar qué es o qué queda de la casa. Lavarse las manos en casas sin agua, ser constantes para ver la televisión si no hay luz o televisión, o un adulto a quien le importe apoyar el proceso no es irresponsabilidad, es condición que sobreviene sin poderse esquivar. ¿Y qué pasa cuando ya no hay desayuno escolar, cuando la contención emocional era la comunidad de la escuela, cuando el futuro inmediato se ve negro porque la esperanza era ya entrar a media superior? Por ahora –pero ahora- no hay claridad en fechas, ni señales sobre qué es clarificación, o cumplimiento de requisitos, o cómo será la acreditación del curso.
Todas las instancias, instituciones y niveles de gobierno se deben activar a favor de niñas y niños. El contagio posible que los tienen sitiados puede ser un problema menor comparado con lo que puede sobrevenir a sus vidas y marcarlas negativamente para siempre. La familia es comunidad primaria, pero ni se basta a sí misma ni puede ser abandonada en una perspectiva de derechos, en una perspectiva de equidad. El gran invento de la escuela pública para entretejer la riqueza de las familias y para mitigar sus sesgos, para incorporar su logros pero sacarnos, generación tras generación, de la autocomplacencia, las justificaciones, los prejuicios, y lograr abrirnos a la diversidad y a la construcción de un futuro más grande no puede olvidarse, no puede minimizarse, no puede dejar de reivindicarse en medio de la pandemia.
Sobre todo, es hora de reconocer que la generación joven no es sólo objeto de cuidado, sino sujetos de derechos. Hay que protegerlos y resguardarlos, pero también hay que reconocerlos y respetarlos, considerarlos parte de las soluciones para sí y para los demás. Las autoridades no han hecho muchos esfuerzos para incorporarlos a la planeación y gestión de los ajustes. Las instancias más atentas, Sipinna, Conapred, Cultura, han buscado al menos hacer un poco de espacio a sus expresiones. Algunos mensajes de SEP. Una sesión de López-Gatell, y nadie más de Salud. Pensar en lo que han hecho las jefas de Estado y primeros ministros con encuentros a responder preguntas directas, a oír de viva voz sus temores y deseos pinta bien quiénes son para la administración: objetos de becas, no sujetos a escuchar, constituyentes a incorporar en la política pública.
Si hay desdén por otros sectores, por los especialistas críticos y los activistas de sociedad civil, las personas con discapacidad y los pueblos indígenas, escuchar e incorporar las soluciones que puedan proponer NNAJ se antoja muy cuesta arriba. Y sin embargo tienen una palabra que dar. Nos toca oír y hacer oír su voz. Esta semana participé en un foro virtual, invitado por #TejiendoRedesInfancia, y tuve el privilegio de escuchar a dos adolescentes activistas, lúcidos, naturales, exigentes, serenos. Saben lo que pasa, se dan cuenta de las pifias, sus juicios y propuestas son ponderados, aterrizados y factibles.
Tenemos oportunidad de salir de ésta distintos de como entramos. Es imperativo planear el regreso, y que en él mantenerlos a salvo no sea sólo en plan epidemiológico; mantenerlos sanos implicará activar sus decisiones, sumarlos a los procesos, no ‘ponerlos’ –tampoco ahora– a aprender, sino dejarlos indagar, cuestionar y aportar. Como si los adultos no nos equivocásemos, como si no fuésemos inmaduros y veleidosos, como si no hiciésemos rabietas ridículas y desplantes teatrales. Ya es hora de reconocer la participación real, de escuchar la voz, de dejar que nos inquiete la palabra de niñas y niños. Eso sí es un Feliz Día del Niño.