Ayer comenzó el ciclo de audiencias, con el entusiasta subtítulo de ‘parlamento abierto’, que las comisiones de Educación y de Puntos Constitucionales conducirán para enriquecer su criterio antes de dictaminar la iniciativa de reforma educativa de AMLO. En un calendario apretado, las y los legisladores escucharán a maestros, especialistas, otros legisladores, miembros de organizaciones de sociedad civil, familias. El formato no es tan favorable para la reflexión: 10 minutos, no preguntas, no diálogo. La democracia es imperfecta siempre en sus formas, pero es un avance para reconocer.
¿Qué pensar del ejercicio? Yo digo: a) no sustituye el criterio y responsabilidad de los legisladores, b) no sustituye las consultas que corresponden según el orden constitucional y de las convenciones de derechos humanos y, c) son una nueva oportunidad de hacer visible la voluntad, de acuerdo en un tema absolutamente crucial para la justicia y prosperidad de la nación.
Nos oirán, pero ¿nos escucharán? Espero que sí, y que la pasarela no sea para los medios y la gaceta, sino para sus conciencias, para que como representantes populares pongan a prueba sus convicciones (ahí les encargo señoras y señores diputados de MORENA, a ver si siguen queriendo defender “excelencia” y atacando calidad, tras la declaración ideológica de la dirigencia de la CNTE, a la que quisieron aplacar, que sin pudor pide plazas automáticas y acusa al presidente López Obrador de neoliberal).
Nos escucharán, espero, pero no pueden esquivar la exigencia de la obligada consulta a niñas y niños, personas con discapacidad y pueblos y comunidades indígenas, que ni los foros de Moctezuma ni estas audiencias resuelven o suplantan. Lo deben, y no pueden alegar que no lo saben. Ya lo saben.
Y finalmente, hay esperanza. Que cada vez nos escuchemos más. Una colaboración flexible, que no ponga como condición que el otro sea distinto para que podamos entendernos. Que la mejor explicación de la discrepancia no es que el otro sea malo o tonto, sino sólo otro.
La diferencia crucial entre una democracia y una tiranía reside en, dicen los clásicos, que en la primera los ciudadanos se dan a sí mismos las normas por las que rigen su conducta en sociedad. En la segunda, el tirano decide por ellos qué normas deben cumplir, por lo que ya no se puede hablar de ciudadanos, sino de súbditos –etimológicamente “subyugados”–, puestos por debajo de la voluntad de alguien más. No participar es sólo ser parte del conjunto, pero no tomar parte en lo que pasa, o, como explicaba Kant, no ser parte de la determinación de los fines implica ser usado como componente de los medios.
Una fórmula siempre atractiva para el tirano mismo es dejar de ser odioso y ponerse bondadoso, al menos externamente; ser aceptado, reconocido y alabado con un mínimo de sinceridad. Algo puede parecer democracia, hasta en sus beneficios populares extendidos con cierta magnanimidad y cuidando la equidad, pero su verdadero “test de confianza” está en la capacidad de escuchar a quien discrepa, respetar su expresión y propiciar el diálogo.
Evidentemente, los discursantes se obligan voluntariamente a alternarse en la palabra, y en no usar coerción, chantaje o amenaza, sino atenerse todos a la autoridad del mejor argumento. Se nos olvida, pero la raíz de la democracia es el sano escepticismo que considera que nadie tiene en sí y por sí un acceso privilegiado a la verdad, y que sin paralizarnos en la indecisión y la inacción, otorgamos un mandato con precaución y límites, y con la obligación de quien recibe el mandato de presentar cuentas y confirmar si entendió y operó adecuadamente el encargo, y no al final definitivo, sino escuchando críticas y objeciones, y recalculando la ruta y los procesos mientras están en marcha.
Así que la oportunidad es valiosa y simbólica: no sólo oír, sino escuchar.