Según nota de Laura Poy (La Jornada, 26 de abril de 2014), el subsecretario de educación superior, Fernando Serrano Migallón, señaló que en México “existe una obcecación por ingresar a determinadas instituciones públicas de educación superior entre los miles de jóvenes que cada año se quedan fuera de las aulas universitarias por falta de espacios educativos.”
Además, continúa la nota, el funcionario de la SEP “consideró que prevalece un desconocimiento de la oferta del sistema nacional de educación superior, lo que genera universidades con lugares vacíos y otras saturadas”. Las declaraciones citadas reiteran apreciaciones que —palabras más palabras menos— han estado presentes en el discurso de la autoridad educativa desde hace varias décadas: que la excesiva concentración de demanda sobre las universidades públicas es debida a una falta de información de los estudiantes sobre la amplia y diversa oferta de la educación superior del país, que las carreras más solicitadas han alcanzado un punto de saturación que impide una inserción laboral satisfactoria, y que el fenómeno de la alta selectividad escolar en algunas universidades y carreras es más una falla de la demanda que de la oferta. Dejemos de lado las expresiones que en esta ocasión describen el fenómeno para concentrarnos en el meollo de la cuestión: ¿Es la ignorancia de la diversidad de opciones lo que produce una sobredemanda en las universidades públicas? ¿La concentración de la demanda en torno a un puñado de instituciones y carreras está generando procesos de saturación, pérdida de calidad y desempleo profesional?
La respuesta a estas interrogantes es compleja, no obstante vale la pena hacer notar algunos elementos de juicio que apuntan sobre la racionalidad de las decisiones estudiantiles, antes que sobre la impertinencia de sus actitudes y acciones. En primer lugar, es llamativo que las universidades con mayor número de solicitudes de ingreso son, al mismo tiempo, las que cuentan con los indicadores de calidad más sobresalientes. Tómese por caso la UNAM, el IPN y la UAM para el área metropolitana de la Ciudad de México, o universidades como las públicas de Guadalajara, Nuevo León, Puebla, San Luis Potosí, Yucatán, entre otras. Las ubicadas en el DF concentran la mayor proporción de la investigación que se hace en México, medida en términos de publicaciones científicas, académicos con posgrado, patentes, o miembros del Sistema Nacional de Investigadores y del Programa de Mejoramiento del Posgrado.
La mayor parte de sus programas académicos cuenta con evaluaciones positivas o están acreditados, y poseen vigorosos sistemas de posgrado. Otro tanto puede decirse de las universidades estatales mencionadas. Si, como los datos indican, se trata de las mejores universidades públicas del país, y en consecuencia las instituciones de educación superior de mayor peso académico en la escala nacional ¿por qué extraña que los estudiantes aspiren a ingresar a ellas antes que a cualquier otra opción? Al contrario, la decisión más racional es precisamente la de buscar acceder a las mismas aún frente a las dificultades que imponen las condiciones de competencia. Si al tema de la calidad académica sumamos el hecho de que son instituciones de muy bajo costo, alto prestigio y notables instalaciones y recursos, lo extraño sería que fueran poco demandadas. En todo el mundo los estudiantes buscan acceder a las mejores universidades en su entorno inmediato y aún fuera del mismo. Y en todo el mundo este fenómeno se traduce en problemas de ajuste entre oferta y demanda. No es nada nuevo. Con todo, las mejores prácticas gubernamentales no son las de echar culpas a las expectativas de los estudiantes de la saturación, sino las de emprender un camino hacia la ampliación de la oferta de educación superior pública de muy buena calidad.
Así se hizo en México en los años setenta con, por ejemplo, la creación de la Universidad Autónoma Metropolitana, una universidad que nació grande en todos los aspectos, incluso el académico. El día en que las autoridades de gobierno se decidan a crear nuevas universidades públicas autónomas, con alto nivel académico, con profesores del mejor perfil posible, con recursos para investigación y desarrollo, en fin con las condiciones que hoy exhiben las universidades líderes del país, entonces se verán cambiar las cosas. Si, en cambio, siguen multiplicando las instituciones tecnológicas que han hecho proliferar en los últimos veinticinco años, nada nuevo va a ocurrir. Así de simple. ¿Sobraría una nueva universidad pública de alto rango académico en el DF? ¿Sería redundante en Guadalajara, Monterrey, Puebla o Tijuana? ¿Valdría la pena invertir esfuerzos para establecer nuevos polos de desarrollo universitario en las distintas regiones del país?
Quizás valdría la pena reflexionarlo, darle una oportunidad a la racionalidad de los estudiantes y hacer un paréntesis en la obcecación gubernamental en pro de la oferta tecnológica. Ya son muchos años de lo mismo, hay que cambiar. El autor es investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
Publicado en Campus milenio
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