Según el trazo de Max Weber, en La política como vocación, los atributos de un político son la pasión, el sentido de responsabilidad y la mesura. En mis entregas de la semana pasada referí mis impresiones de la entrevista que Andrea Meraz Reyes y yo le hicimos al secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño (Excélsior, 20/08/17). Puse el acento en el ardor que pone a su tarea y en cómo responde al Presidente.
El papel que Aurelio Nuño representa en sus relaciones con otros actores políticos y sociales es paradójico. Navega entre la sensatez y la exageración. Ataca con serenidad cierto tipo de problemas cuando se refiere a los retos de la Reforma Educativa, pero recarga de optimismo sus programas; particulariza a los adversarios, pero generaliza sobre los alcances de la política educativa.
Se recordará que, de agosto de 2015, cuando tomó el cargo, hasta junio de 2016, con los hechos tristes de Nochixtlán, Aurelio Nuño se mostraba intransigente, amenazaba a los maestros disidentes y a quienes no cumplieran con las evaluaciones. Aunque trataba de distinguir entre los buenos y los malos docentes, mezclaba conceptos y la balanza se inclinaba por el tono autoritario.
Después siguió una temporada breve de bajo perfil y cuando regresó a las primeras planas —gracias al desliz de ler, en vez de leer— mostró el rostro amable, sonriente. Su discurso hacia el magisterio varió; tomaba los aspectos positivos de la tarea docente, las normales dejaron de ser el blanco de embestidas y comenzó a hablar más de formación docente que de desarrollo profesional. Luego maridó los dos conceptos.
En las piezas importantes que produjo después de Nochixtlán se notó la mesura, se acercó a la corriente de Juan Díaz de la Torre y negoció con discreción con grupos de la disidencia. Puso en circulación un libro blanco para debatir —otra vez— el Nuevo Modelo Educativo. En los foros de discusión tejió acuerdos con gobernadores, legisladores, organizaciones de la sociedad civil y académicos.
La circunspección de su acción política le rindió frutos. En marzo presentó el Modelo Educativo para la Educación Obligatoria —ya sin el adjetivo de nuevo— que, en términos generales, fue bien recibido. El secretario no arremetió contra quienes lo criticaban. Continuó con la ejecución de programas: en junio, la presentación de nuevos planes de estudio; en julio, la exhibición de la estrategia para la enseñanza del inglés, el programa de fortalecimiento de las escuelas normales y la auditoría a la nómina magisterial. Recogió aplausos.
Más aún, cuando el lunes pasado el presidente Peña Nieto inauguró el ciclo escolar sin paros —por primera vez en décadas — en Chiapas, Guerrero, Michoacán ni, en especial, Oaxaca. Con ello cosechó laureles. En la semana concedió entrevistas. Noté allí cierta pérdida de compostura. Un encomio excesivo de sus acciones: “la SEP ya retomó la rectoría de la educación”; “ya descolonizamos la administración de la educación básica que los gobiernos del PAN entregaron a Elba Esther Gordillo”. Criticó que el yerno de EGG fuese el subsecretario del ramo.
También preconiza que los maestros están con la reforma, que se dieron cuenta que les contaron mentiras y que hoy cumplen con gusto sus tareas.
Pienso que el secretario no tiene suficientes bases para fundamentar su optimismo. Grandes porciones del sistema escolar siguen bajo el dominio del SNTE —cuya colonización del gobierno del sistema escolar comenzó décadas antes de los gobiernos del PAN— y una buena parte de los maestros de base siguen con temores e incertidumbre sobre su futuro.
La reforma tiene activos —y muy valiosos— pero no posee todas las virtudes que le marca el secretario Nuño. No cae en la desmesura, pero tampoco guarda el sentido de las proporciones.