La desgracia que ocurrió en la escuela Enrique Rébsamen, por ejemplo, se cubrió de manera experta, pero al mismo tiempo se construyeron fábulas. Tanto en la prensa como en las redes se transmitieron en tiempo real imágenes del desastre y del heroísmo de rescatistas, videos del derrumbe y salvamento de niños. Pero también se difundió la parábola —que luego resultó patraña— de la niña Frida Sofía.
Pronto se levantarán leyendas sobre el Colegio Rébsamen, la construcción moderna y frágil, la vivienda encima de la escuela, los permisos y los amparos que pidió la propietaria para no regularizar el uso del suelo. Unos quieren linchar a la delegada en Tlalpan, Claudia Sheinbaum, como si la escuela se hubiera construido cuando ella tomó posesión del cargo. Otros prefieren pulverizar al secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, como si de él dependieran los permisos de construcción y usos del suelo. Otros más hicieron eco de una misiva en WhatsApp que refunfuñaba que el verdadero propietario de ese colegio es el cardenal Norberto Rivera.
Unos se empeñaban en empañar el prestigio de la Marina, mientras otros la defendían a capa y espada y otros más únicamente señalaban las circunstancias en que se dio el traspié de sus voceros. Unos se fueron a la yugular de los medios, al tiempo que otros defendían el trabajo reporteril y marcaban las dificultades de fundamentar todo en casos de emergencia.
Las historias se montaban unas sobre otras y lo inmediato se comió a lo trascendente. De pronto resultó más importante buscar culpables de la ficción Frida Sofía, que tratar de desentrañar el fenómeno de comunicación y por qué un testimonio dramático, pero verosímil, sembró esperanza y provocó rezos; luego, cuando se descubrió la mentira, el drama pasó a segundo plano para encontrar a los malhechores que propagaron farsas que todos creyeron y quizá también divulgaron en sus redes.
Los sismos causan tragedias, unas irreparables, como las vidas que se fueron, otras que sirven para sembrar esperanza. Los hechos fueron terribles, las pérdidas inmensas y el dolor profundo que no se cura en plazo breve. La plaza pública se cubrió de esos hechos, de jóvenes con los puños en alto pidiendo silencio y de gente que en la emergencia mostró que era bien educada. Me refiero a la acepción de educación que usaban los abuelos: correcta, decente, comedida. Aunque también emergió el grupo mentiroso que por placer o consigna crea confusión.
Este corro ofrece divisas en bandeja de plata a agrupaciones conservadoras —y hasta fascistoides— que claman que hay que regular —controlar y censurar, quieren decir— la divulgación de notas en internet. Los enemigos de la libertad de expresión invocan a la decencia para mantener la opacidad.
Acaso el antídoto contra excesos, chismes y propaganda política disfrazada de noticia sea la educación, el debate informado y la preservación de la memoria. Aunque sea difícil desentrañar el contexto confuso por el oportunismo de los políticos y la circulación de patrañas y mentiras en las redes y en cierta prensa amarillista, la escuela —aún con todos sus defectos— puede colaborar a formar el criterio que permita a los ciudadanos distinguir la verdad de lo verosímil.
No me cuadran los linchamientos contra la Marina, Sheinbaum, Nuño o que un cardenal conservador sea el dueño de una escuela que lleva el nombre de un educador jacobino. Las redes imponen un ritmo impresionante a la vida cotidiana; el tiempo real parece ser lo único que importa, no la memoria. Y en ese devenir la narrativa real de los sucesos, lo que registra la prensa profesional, es la que sobrevivirá, no los mitos.
Facebook y Twitter tienen virtudes, pero también un gran defecto: inhiben el pensamiento sereno y la reflexión, dos componentes de la memoria que la escuela trata de preservar.