La nostalgia es como los trenes: hay para el norte y para el sur. Ese “sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos” se afianza en el pasado. Ahí encuentra su raíz: en el recuerdo. Y desde allá brota el deseo, el ojalá de hallar, de nuevo, en los días o meses por venir lo extraviado. Ese hueco.
Echar en falta o echar de menos es notar que algo o alguien, que debería o solía estar, no está. Por primera vez Julia Antón no ayudó a deshebrar el bacalao ni se sentó a la mesa en la cena del 24, contenta de vernos juntos a todos. Ese lugar se fue con ella y su mirada, o ya no más sus ojos y la ilusión que a ratitos supiese quiénes éramos.
Por vez primera, también, nuestra generación y las más jóvenes no recorrimos el camino a la escuela. Sabemos donde está, y si nos acercamos no se puede abrir la puerta y la hierba ha crecido. Hay cadena y candado, los pupitres habitados por el polvo y el silencio que expulsó al barullo.
El lugar de encuentro con las maestras, de la conversación y la sonrisa con los profes no pudo seguir siendo lo que era. Y las amigas, los cuates, esos que se van a la lista de carnales sin la sangre compartida como mecate que hermana, divierte, a veces asusta o nos rompe la cara cuando no ocurre. Llena de contradicciones, sí, como cualquier espacio social. El lugar que guarda el recreo como la mejor parte de la jornada y que al salir – pese a todo – hacía posible el milagro de una jícama con chile piquín y limón, o una paleta en tiempos en que la calor aprieta.
El salón donde, si había paciencia, la maestra guiaba nuestra mano para ayudarnos a escribir bien las primeras letras y más adelante un cuento, o el maestro ensayaba muchas maneras de comprender eso que la base por altura sobre dos nos daba noticia del tamaño del área de un triángulo. La escuela, autoritaria a veces, espaciosa para la libertad en otras, se nos quitó y con ella las ganas de levantarse temprano pues no sabíamos si la carta de amor en papel cuadriculado le había gustado a la condiscípula anhelada como novia a los 9 años.
No fue poco el esfuerzo de miles de maestras y maestros que, a pesar del candado en la puerta, buscaron no soltar el hilo de la relación con esas personas que llaman suyas porque las quieren a pesar de la fatiga por no hallarle el modo de que se aprenda de fondo por qué es necesario el mínimo común denominador en un quebrado. Ingenio no faltó en muchas ocasiones, pero aprender así, o intentarlo, no sabe a escuela. Y ese sabor que quedó atrás lo queremos para cuando en el futuro se pueda. Nostalgia del futuro.
Nuestra maestra, Elsie Rockwell, escribió ayer: “Sigo de cerca a los trabajos de muchos y muchas docentes en esa lucha por mantener un pequeño hilo de conexión con sus alumnos, por muy diversos medios. Tenemos mucho que aprender. Ojalá nos podamos encontrar enteros y en presencia, que la pantalla no es escuela ni verdadera reunión”.
Ese ojalá que retome lo perdido en la ausencia de la escuela, puede ser cimiento de una nueva escuela en el país en serio. No resultará de la pandemia por sí sola sino del diálogo entre el magisterio y su diversidad generador de nuevos proyectos. Nostalgia de la escuela extraviada. Nostalgia de una escuela futura que se haga cargo de lo vivido en estos largos meses. Es la mera raíz de una reforma educativa desde donde debe surgir: del abajo que, bien visto, es el arriba que puede recuperar lo mejor de la escuela y reparar su grietas. De veras, ojalá.
@ManuelGilAnton