Imaginemos un automóvil, o si se quiere un avión, cuyo tablero de instrumentos no opere bien. En el primer caso, cuando hay una grave carencia de aceite en el motor, si no se enciende el signo que avisa del problema, al seguir conduciendo la probabilidad que ocurra la siempre costosa reparación que anuncia el mecánico: “se desvieló su coche”, es muy alta o ineludible. Oiga, reclamamos, no se encendió el foquito: ni hablar jefe, falló la computadora o el fusible. Va otra: el velocímetro marca 80 y la velocidad en serio no alcanza ni 50. ¡Hechos la mocha andamos!
Si se trata de la aeronave, basta con señalar que si el altímetro no funciona bien, y marca 10 mil pies sobre el nivel del mar y la realidad es que se vuela apenas a 4 mil, cuando la visibilidad es reducida puede ocurrir que la montaña que se creía superada aparezca de frente, ya sin posibilidad de cambiar dirección ni altura. Luego del desastre la caja negra aclarará el origen del problema. ¿Y las consecuencias?
Algo similar ocurre con los indicadores del sistema educativo en México. A pesar de los límites que toda prueba contiene, llevamos muchos años en que PISA indica que, en su gran mayoría, los jóvenes de 15 años que todavía continúan en la escuela (en tercero de secundaria o en primero de prepa) no tienen capacidad de leer, comprender, relacionar ni escribir sobre un texto de manera suficiente: alcanzan a descifrarlo con dificultades. En ese nivel están 6 de cada 10, a pesar de sus calificaciones aprobatorias en los grados o ciclos anteriores. ¿Por qué no coinciden, o se aproximan al menos, tales valoraciones de las destrezas en la lectoescritura, con las evaluaciones realizadas a lo largo de la trayectoria escolar? El conjunto de señales del transcurso y logro educativos en nuestro sistema escolarizado presenta fallas (de validez y confiabilidad) o, en un escenario peor, está alterado debido a la voracidad de las autoridades por entregar cuentas alegres.
En una estudio reciente, con una muestra para 11 ciudades, la asociación Mexicanos Primero muestra que el 97% de los alumnos no alcanzó el nivel de inglés previsto por la SEP para aprobar secundaria. Todos ellos la habían concluido ya. Casi 80%, según la investigación, registraron un desconocimiento total. Si la indagación a la que refiero da cuenta de mejor manera de lo aprendido a lo largo de los años, no se entiende la enorme discrepancia. El sistema de monitoreo de vuelo oficial falla, y de manera aguda. Hay datos alarmantes: 5 de cada 10 a los que el examen ubica en el nivel de carencia total, tienen en su boleta 9. Y algo más crudo: nada más una de cada 7 primarias; de cada 2 secundarias generales; de cada 4 telesecundarias y de cada 100, sí, cien, primarias indígenas, todas públicas, cuentan con maestras o profesores de esa lengua.
Sacar 9 y no saber nada es alarmante. Aprobar en secundaria, en el 50% de los casos, sin haber tenido docentes especializados, muestra un sistema de advertencias en el tablero educativo oficial que, con respecto a la realidad, más allá de no coincidir, miente.
Mucho se ha comentado lo que significan estas carencias para el futuro de los alumnos, sobre todo porque los peor avitualladlos son los más pobres. No dejemos de lado pensar en la distancia entre las calificaciones oficiales y los datos de evaluaciones externas, que llega a la “invención” del guarismo que califica la destreza. Es de tal magnitud que se inscribe, caso destacado, en la impunidad que predomina en el país. Los criterios de calificación se imponen a docentes y directivos por parte de las autoridades. A obedecer. El problema no es individual: es parte de la lógica propia y añeja del sistema. ¿Rendirán cuentas los conductores o pilotos? ¿Virgilio atenderá el asunto? ¿Habrá consecuencias por fraude? ¡Cuánto a que no!
@ManuelGilAnton
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