Citando a Bismarck: “Nunca se miente tanto como antes de las elecciones”, el secretario de Educación Pública, Otto Granados, escribió en El País, el 19 de enero, un artículo alertando sobre el riesgo que significa revertir la reforma educativa. Y tiene razón. Hay un amplio mercado de enunciados falsos que descansan en uno de los peores vicios en los debates sobre lo importante en el país: la simplificación que conduce al maniqueísmo. Al blanco o negro.
Las campañas electorales (la primera mentira es que sean precampañas, pues no anteceden a nada que no será lo mismo que ahora) son espacios fértiles para timar a quien se deje, en aras de obtener votos. Las falacias no surgen por generación espontánea. Sus cimientos descansan en lo que, con paciencia, se ha sembrado a lo largo de los años.
Es preciso desmontar su apariencia de nítida verdad. 1) No es cierto que todos quienes critican a la reforma educativa actual lo hagan porque anhelan el retorno al pasado, a ese tiempo en que —arma el oficialismo— se heredaban o vendían las plazas, cuando la lealtad sindical era el único camino para conseguir trabajo y ascensos, y existía un páramo pedagógico gris: la pura memoria. La crítica a la reforma deriva, en muchos casos, de la urgencia de una transformación educativa a fondo, de lo que la que así se llama en nuestros días está muy lejos siquiera de imaginar: hay desacuerdo con lo que se ha propuesto y llevado a cabo, porque no conduce, señalan, a la ampliación de los espacios para incrementar el aprendizaje.
Esos cuestionamientos discrepan de lo hecho, no porque consideren que no se precisa, y urge, la transformación de la experiencia educativa actual, sino a causa del análisis, fundado, de concepciones erróneas y procesos desacertados.
2) Se miente al decir que los críticos, así, en general y sin matiz, rechazan la evaluación pues están en contra de la valoración del qué hacer del magisterio. No: lo que ocurre, argumentan los escépticos, es que la evaluación es muy importante, pero no como mecanismo laboral de control, desconectada de la práctica cotidiana. Objetan el uso de la evaluación, el preponderante lugar que se le otorgó como n, siendo un medio, y reclaman otro modo de ubicarla en un proceso de cambio.
3) Se embauca a la audiencia si se arma que quienes objetan la calidad de la evaluación son emisarios del pasado. Al contrario: consta que muchos buscan el futuro, y proponen modalidades en que la cofinabilidad y validez de los procesos de ponderación de la labor docente sea real. Hoy, tal como se hace, en los tiempos y cantidades que la reglamentación estipula, no lo es. Carece de idoneidad para calificar y clasificar a los no-idóneos y es insatisfactoria para determinar a los destacados. Es un termómetro con que se pretende medir la presión de las llantas de un camión.
4)No se vale armar, es una estafa, que los que piensan distinto a los reformistas de hoy, y consideran indispensable repensar a fondo lo hecho dados los daños generados en las comunidades educativas, comentan “un abuso inmoral y grosero en contra de los niños de México”.
Hay mucha soberbia si lo que alguien considera correcto se postula como la única ruta al progreso del país. Generar las condiciones para que el cambio de gobierno permita una revisión a fondo de una reforma que se concibe, por sus autores, impecable, es necesario. Reformar la reforma, con todo lo que implique, no es estar en contra de la educación. Es armar a la crítica como a herramienta democrática. La mentira abunda: el artículo del secretario lo advierte y, qué paradoja: no advierte que su escrito es un ejemplo claro de lo que denuncia.
Sin citar a nadie, se puede decir que: “nunca se miente tanto como cuando se busca conservar el poder, y sus canonjías, a toda costa”.