Autora: Rosalina Romero Gonzaga
Becaria posdoctoral del Instituto de Investigaciones
sobre la Universidad y la Educación, IISUE-UNAM
rrgonzaga@comunidad.unam.mx
twitter: @rrgonzaga23
La evaluación se ha instalado como la panacea de los gobiernos nacionales e internacionales, que han secundado especialistas, investigadores educativos y tomadores de decisiones para vigilar y controlar los sistemas educativos en función de los niveles de desempeño de los docentes mediante pruebas de evaluación estandarizadas. La estandarización se ha establecido en la evaluación de docentes, instituciones y sistemas educativos. En ese sentido, la evaluación se ha asumido como dispositivo de selección, promoción, premiación, castigo y como instrumento simbólico e ideológico para mantener las estructuras sociales de la clase élite, la cual usa las evaluaciones para mantener y conservar su lugar en la sociedad, adoptando criterios y estándares cuantitativos (eficiencia y productividad de los sistemas educativos), desprovistas de cualquier componente pedagógico.
Lo anterior viene al caso a propósito de un artículo reciente, el cual sostiene:
“La evaluación es una función que realizan todos los animales racionales para comportarse de acuerdo a las circunstancias y adaptarse al medio que los rodea. Igualmente, la evaluación es esencial en una sociedad democrática para que ésta funcione correctamente… En el ámbito educativo, la evaluación es consustancial a su función formadora; no se puede concebir una acción educativa sin su correspondiente acción evaluativa. Se evalúa para corregir y mejorar tanto los procesos como los resultados de los programas educativos; pero también se evalúa para certificar procesos, programas o personas… La evaluación es solo un instrumento que sirve para mejorar a las personas, los procesos y las instituciones. No se le debe de tener miedo; por el contrario, hay que estudiarla, conocerla bien y saberla utilizar inteligentemente”.
Desde el momento en que la evaluación pasó a formar parte de la agenda pública internacional, como mecanismo para supervisar la educación, la función y el proceso evaluador no ha sido neutral. La evaluación se erige para aumentar la productividad (vista la escuela como unidad económica) y controlar los resultados educativos. La lógica de los criterios y procedimientos de evaluación que se han venido gestando ha sido sesgada, discrecional y arbitraria. La evaluación del personal académico de las universidades, traducido en sistemas de pago por méritos, aún hoy en día, no han logrado establecer criterios transparentes y objetivos que puedan medir la calidad y el nivel de innovación, la cantidad de los productos desarrollados, los productos desarrollados, la pertinencia y actualidad de los temas, entre otros. Una situación más endeble se presenta en la evaluación de los docentes de la educación básica y media superior la cual se ha concebido como un acto de valoración-cuantificación atravesada por criterios permeados por la subjetividad de quien evalúa (INEE-SEP).
En ese contexto, el implantar una política de evaluación de facto sin haber forjado una política similar en materia de formación integral de los docentes ha tenido consecuencias devastadoras: en la evaluación del desempeño docente, en los cuatro concursos de ingreso a la docencia realizados entre 2014 y 2017 han participado 649,256 sustentantes de educación básica y media superior, es decir sólo el 40%. Por su parte, la formación profesional in situ, a través del Servicio de Asistencia Técnica a la Escuela (SATE), cuyos lineamientos de operación vieron la luz apenas en 2017, no ha podido operar por falta de suficientes asesores técnico-pedagógicos; la tutoría ofrecida a docentes recién ingresados al servicio ha sido deficitaria: para el ciclo escolar 2015-2016, el 34% de los docentes no contaba con tutor, y del resto, sólo 55% mencionó haber tenido al menos una sesión de tutoría. Asimismo, se carece de una estrategia clara de formación continua ya que los resultados de las evaluaciones no logran definir la oferta formativa en función de las necesidades de los docentes.
Poco o nulo esfuerzo se ha desarrollado para formar a las maestros y maestros en todos los niveles educativos, especialmente, en la educación básica y la media superior. En pocas palabras, no ha habido una política coherente que abarque articuladamente desde la formación inicial hasta la evaluación, la carrera docente y la formación continua e in situ. Desde su creación, en 1920 y 1930, el sistema nacional de formación de maestros de educación básica se ha caracterizado por la coexistencia de distintas instituciones abocadas a atender las necesidades formativas: desde las escuelas normales para la formación de educadoras, profesores de secundaria, maestros de educación física, profesores en educación tecnológica, telesecundaria, artística e indígena, y más recientemente, profesores en intervención e inclusión educativa. La formación del profesorado tanto de educación básica como de media superior ha sido fragmentario, disperso y desigual: cursos aislados que incorporaron las tecnologías educativas; programas de capacitación con especialización docente abarcando las técnicas y la docencia; posgrados en investigación educativa, pero con escasa formación intelectual de los egresados en el desarrollo teórico y epistemológico del campo o disciplina. Desde entonces, las instituciones formadoras de docentes de educación básica y media superior han estado en crisis permanente, al centrarse en la capacitación de los docentes, reducida en cursos, cursillos y diplomados.
La crisis deriva de la sujeción y negociación de las políticas de formación (inicial y continua) de maestros con el SNTE, así como del desarrollo institucional que ha tenido la formación inicial, separada de la formación continua fincada en una estructura institucional paralela (Centros de Actualización del Magisterio, posteriormente, Centros de Maestros; Escuelas Normales y unidades de la UPN) que no ha contado con mecanismos institucionales de continuidad en el desarrollo profesional y mejoramiento de la educación básica. Por su parte, la demanda de formación para docentes en servicio de la educación media superior se ha cubierto con una especialización basada en el desarrollo de competencias profesionales.
Con todo, la formación de los maestros ha sido un área político-administrativa dura, capturada por el sindicato nacional y negociada con las autoridades, y los particulares, donde la normatividad y la falta de mecanismos de regulación por parte de la federación, han contribuido al crecimiento desmedido de instituciones educativas de dudosa calidad académica. Frente a este panorama cómo implementar una evaluación docente cuando la formación de los docentes se ha caracterizado por ser un escenario incontrolable para regular este ámbito de política educativa. La profesionalización del magisterio ha estado fincada, hasta el día de hoy, en un modelo de capacitación masiva, homogénea y obsoleta que no corresponde a las necesidades y expectativas de docentes y estudiantes del siglo XXI. De ahí, que la responsabilidad del nuevo gobierno en la materia debe ser articular y establecer reglas claras en el sistema de formación (inicial y continua) de los docentes de educación básica y media superior pensada desde la perspectiva de que ambos niveles educativos forman parte de la educación obligatoria y, con ello, reorientar las funciones del INEE para reforzar esta colosal responsabilidad.