Aprender es para participar. Aprender, lo que se llama aprender, sólo participando. Sin que sea sólo un juego de palabras, aprender es participar para participar. Participar desde ya para participar más, para participar mejor.
El artículo 29 de la Convención de los Derechos del Niño, que la propia Constitución de nuestro país reconoce como obligación de nivel precisamente constitucional, establece que entre las finalidades principales de la educación está: “Preparar al niño para asumir una vida responsable en una sociedad libre, con espíritu de comprensión, paz, tolerancia, igualdad de los sexos y amistad entre todos los pueblos, grupos étnicos, nacionales y religiosos y personas de origen indígena”.
Ser parte de la sociedad no es sólo ser censado en un territorio –ni siquiera en un exhaustivo “censo de necesidades”–, abultar la estadística demográfica, sino ser parte plenamente: tomar parte, tener parte en lo que pasa en la comunidad y en el entorno.
Por eso, es un contrasentido sostener que el derecho a la educación es un derecho humano, pero no es para todas y todos. Que es un derecho constitucional, pero no alcanza para varios millones de niñas, niños y jóvenes. Que habrá inscripciones para todos, pero que a algunxs les tocarán escuelas que sean amigables, bien construidas y cómodas, y a otrxs les tocarán hostiles, inseguras y precarias. Que unxs van a aprender, y otros nada más a asistir. Que tener nueve años pero ser niña, o indígena, o estar en el espectro autista, que ser migrante, tener piel oscura o no contar con algunos papeles, usar el lenguaje de señas, tener cáncer linfático o estar en custodia por violencia familiar, pasar por depresión o experimentar barreras por el origen o la escolaridad previa, todo eso es mala suerte, a la que tienes que resignarte. Ni modo, no te tocó…
Por supuesto, eso es inaceptable. Entre los muchos cambios que se requieren concretar tras la reforma a la Constitución en materia educativa, está el tema de la inclusión. En el cuerpo del Artículo Tercero vigente, con la reforma y adición del 15 de mayo pasado, la inclusión quedó sólidamente establecida como uno de los criterios de la educación nacional, enumerados en la fracción II. Es decir, para todas las edades, para todos los niveles, para todos los tipos, modalidades y subsistemas, es un mandato que la educación en México sea científica, democrática, nacional, para la convivencia, equitativa, incluyente, intercultural, integral, para el máximo logro de aprendizaje.
Y para aterrizar más, el Décimo octavo transitorio estableció que se presente en este mismo año, con plazo perentorio no posterior a noviembre, una Estrategia Nacional de Inclusión Educativa. En estas semanas se ha realizado una intensiva serie de mesas de trabajo entre funcionarios de la Secretaría de Educación Pública y organizaciones de la sociedad civil, además de algunos especialistas. Ha sido un trabajo duro, porque la idea es llegar a tener no sólo un documento sólido en términos de captar la amplitud y diversidad de situaciones que el sistema debe, ahora sí, incluir, sino sobre todo porque hay que darle los formatos requeridos para que “vuele” en la forma de programa presupuestario y de coordinación sectorial. De otro modo, corre el peligro de ser una bonita maqueta de un avión que nunca despegó.
Lo que en algunas de las normales –y en la falta de comprensión y reflexión seria de algunas de las autoridades mayores de educación– es una disyuntiva “educación especial vs. educación incluyente”, en la experiencia de los verdaderos implementadores es un continuo. No dejar a nadie fuera significa remover las barreras, y la primera es la cultural. En una de las mesas hicimos recomendaciones específicas para que los medios masivos no banalicen diversas condiciones de discapacidad, así como en otras insistimos en salir del modelo “clínico” y considerar la exclusión real que se da con la discriminación por motivos religiosos o por la identificación de género, o las peculiaridades de trabajar, como maestro frente a grupo, sin orientación para seguir un diseño universal y hacer los ajustes razonables, pero no por “etiqueta”, sino persona por persona, alumna por alumna.
El material generado es monumental, y las personas participaron brindando con generosidad su tiempo, sus experiencias y sus estudios. Incluso el hoy fantasmagórico exINEE y preorganismo mostró, con sus expertos, todo lo que tiene que aportar con datos duros para la comprensión de la exclusión educativa. El resumen es sencillo: nadie fuera. Todas y todos participando. En un continuo: con atenciones de especialistas –que se necesitan muchos, bien pagados y adecuadamente desplegados en todo el territorio nacional, con instituciones de transición, con equipos itinerantes de gran efectividad, con formación desde las normales para abrir la mente de lxs maestrxs al derecho universal que sólo se cumple respetando y promoviendo la diversidad. Extrañamos a los niños afro y de las etnias, la presencia de la diversidad sexual, a todos los defensores de migrantes y de adolescentes en conflicto con la ley. Pero los gritos de los chicos con discapacidad múltiple presentes al lado de sus madres en la mesa confirmaron que su participación es imprescindible, así como en esos salones no tan cómodos cupieron las regletas para braille y los aparatos para amplificar la recepción de implante coclear.
Nadie fuera. Juntos aprendemos. Esas consignas necesitan ser convicciones de todas y todos en México. “Separados pero iguales” es una falacia histórica, y siempre cristaliza la pérdida, la discriminación y la exclusión. Ya nos pusimos de acuerdo a nivel de cancha. Ahora veremos, como dicen los comentaristas del futbol, si los “señores de pantalón largo” entienden que nadie puede quedar fuera.