Rosa Guadalupe Mendoza Zuany
Tengo dos hijas que tienen todo el potencial para ser científicas y siempre las impulsaré a serlo si así lo desean. Ellas me inspiran a escribir esto. Prefiero intercambiar lo de “científicas”, por creadoras de conocimiento. Hay un sesgo en este día que se refiere a la “ciencia” como todo aquello que no es social, y por lo tanto, a referirse a las mujeres científicas como aquellas dedicadas a las ciencias “duras”. En todos los ámbitos de construcción de conocimiento hemos sido minimizadas, poco reconocidas, ninguneadas y bloquedas, tanto por hombres como por mujeres. Luchar por romper el “techo de cristal” es parte de nuestra diversificación de actividades académicas.
En el debate actual sobre el lugar de las mujeres y el trato que reciben cotidianamente, mucho se hablado de la violencia de género. Creo que esta violencia tiene expresiones sutiles y normalizadas como la cotidiana minimización del valor de nuestro trabajo; esta experiencia violenta entraña una dimensión personal, a nivel emocional, que nos afecta de formas variadas. Puede convertirse en impulso para embarcarnos en una lucha constante y tenaz por ser reconocidas y ocupar el lugar que merecemos. Puede convertirse en una fuente de frustración y amargura. Puede convertirse en detonador de enfermedades físicas y mucho dolor.
Lo más triste es que nuevas generaciones de científicos y científicas, que hoy son estudiantes, incurren en esas mismas prácticas en sus relaciones con mujeres que somos docentes, tutoras, directoras de tesis, y, en el sentido más amplio, personas y académicas que no tendríamos que estar luchando cotidianamente demostrar lo mucho que vale nuestra producción científica. Se ha concluido en algunos estudios sobre evaluación hecha a docentes hombres y mujeres, que casi invariablemente somos peor evaluadas. Nuestra voz tiene menos credibilidad y nuestra guía significa para algunos “el último recurso”.
Al hecho de ser mujer creadora de conocimiento se añaden otras fuentes de duda sobre nuestras capacidades y también pretextos para construinos un bajo y dudoso perfil, como lo es indiscutiblemente nuestra edad. Durante una década, en mis 30s, padecí mucho más “ser joven mujer” en la academia. En mis 40s, por mi propio trabajo personal a nivel emocional empiezo a sentir que mi incipiente experiencia me permite dejar de enfocar mi atención en quiénes siguen considerándome “joven” para construir conocimiento valioso. Nuestro origen, nuestro color de piel y muchos otros criterios pueden añadirse a la lista de lo que nos definen y define nuestro trabajo injustamente.
La mayor paradoja de nuestra incursión en la academia como creadoras de conocimiento es la escasa sororidad e impulso decidido entre mujeres. Observo cotidianamente la solidaridad entre académicos hombres que se impulsan, enaltecen, promueven, encumbran mutuamente creando comunidades académicas poderosas. Si bien, la competencia está presente; ésta es compatible con estos mecanismos de apoyo que pueden apreciarse, por ejemplo, en la difusión que hacen académicos hombres en redes sociales de la producción académica o de opinión hecha también por hombres. ¿Qué podemos aprender de ellos? ¿Cómo podemos construir comunidades de mujeres académicas que valoran mutuamente su trabajo e inciden en cambios estructurales en la academia?
Conozco mujeres creadoras de conocimiento brillantes que se han convertido en mi inspiración y modelo por su fuerza y su caminar en una academia machista que se ha empeñado en mantenernos en una posición subordinada. A ellas, las admiro, las quiero, les aprendo, las leo y hablaré con mis hijas de su ejemplo. Conozco hombres creadores de conocimiento brillantes que han impulsado mi carrera con su confianza, su generosidad y su capacidad para considerarme una colega. A ellos, los admiro, los quiero, les aprendo, los leo y también hablaré a mis hijas de su ejemplo.