El ruido que se hace en torno a la educación parece tener muy poco que ver con la formación real del alumno. Al igual que el enorme desgaste burocrático desplegado en los últimos años. Y es un secreto a voces que la presión para producir indicadores de calidad produce exactamente eso: indicadores de calidad. Mas no una mejor formación del alumno. Al contrario: cuando el dinero, el tiempo y los esfuerzos se consumen para todo lo que acompaña el proceso educativo, faltarán donde más falta hacen: en el aula. Si el maestro dedica cada vez más tiempo y energía para cumplir con tareas administrativas (además de no contar con la seguridad laboral necesaria), esto, forzosamente, tiene un impacto negativo en sus clases y, por ende, afecta al acto educativo en su esencia.
Ahora bien, desde el siglo XVII, Comenio planteó que “no requiere otra cosa el arte de enseñar que una ingeniosa disposición del tiempo, los objetos y el método”. Con otras palabras: la planeación y reflexión previas al proceso de educación son absolutamente necesarias. El problema empieza cuando aparece un desequilibrio, cuando los medios terminan por devorar el fin.
Voy a dar un ejemplo, tomado de mis incursiones en el sistema educativo. Desde hace algunos años existe el famoso “Consejo Técnico” en la educación básica, supuestamente para mejorar “la calidad” de los planteles. Como madre de un alumno de secundaria, pude notar los siguientes efectos: ninguno, ya que jamás supe qué se hacía allí. Sin cambios “de calidad” aparentes. El único efecto muy notorio para mí fue que se suspendían las clases los últimos viernes de cada mes. Con el argumento de que, para compensarlo, se recortaban las vacaciones (otro tema de controversia, ya que esto reduce las posibilidades de formación extra-escolar del alumno, por lo menos en el caso de los padres que nos gusta llevar a nuestros hijos de viaje). Pero es más: luego también se suspendían los jueves, porque los maestros tenían que subir calificaciones en línea. Parece que el proceso de entregar calificaciones se ha vuelto tan complicado que el alumno lo tiene que pagar con tiempo de educación.
El afán de las instancias educativas por controlar todos y cada uno de los actos del quehacer educativo se ha tornado patológico, una auténtica “gestionitis”, “controlitis” y “evaluitis”, envuelta en una nube de ideología neoliberal, más tóxica y omnipresente que la de Chernóbil. Sorprendentemente, este afán controlador funciona como una coladera: va filtrando algunos elementos, los más gruesos y obvios (la eficiencia terminal, por ejemplo, o si el plan de trabajo realmente se entregó en la fecha indicada), y deja pasar todo lo demás. Qué gracioso cuando el profesor comete más faltas de ortografía que los mismos alumnos; qué buena inversión promover doctorados donde no hay investigación; qué linda el alza en los indicadores cuando – justo antes de la visita de los auditores – un montón de estudiantes son titulados al vapor; qué bonito luce en pantalla el programa de una materia que no es más que la copia del índice de algún libro de texto; etcétera etcétera. Pero eso sí: es severamente penado no cumplir en tiempo y forma con la ideología del momento.
El campo del que conozco las entrañas y donde todo eso ha dado los frutos más extraños es el de la enseñanza de lenguas. Sean particulares o públicas las instituciones, chicas o grandes, escuelas o universidades, lo más común es pasar por alto el prerrequisito de una formación seria de los profesores. Cualquier diplomita que certifique conocimientos incipientes del idioma es tomado como si fuera una carrera en la disciplina (y cabe aclarar que ninguno de los certificados de lengua del Marco Común Europeo es un diploma de enseñanza). Muchos de estos profesores jamás han tenido que interactuar en la lengua que enseñan, ni conocen su cultura. Sin embargo, se arman aparatosos sistemas administrativos en torno a esta “enseñanza”, con planeación y programas de cursos, exámenes (no pocas veces diseñados con un montón de errores), evaluación de los maestros, asesorías, dicho en breve, toda una refinada parafernalia de gestión y control, sin olvidar las instalaciones de vanguardia. La manzana, por de fuera colorada, y por de dentro insana. Es como si se operara una enorme máquina industrial, con tecnología moderna, y con todo lo que implica en cuanto a mantenimiento, consumo de energía y personal, pero que sólo produce un puñado de piezas baratas de vez en cuando. Ya que los resultados de aprendizaje son raquíticos, a veces nulos. Y esto incluso en lo que se refiere a la enseñanza del inglés, donde hay más maestros titulados que en otras lenguas y podría esperarse algo mejor[i].
Horacio ya lo sabía: “Parieron los montes y nació un ridículo ratón”. Pero no hay de qué preocuparse: habrá un nuevo proyecto, una nueva reforma más ambiciosa, otras inversiones millonarias y un aparato de gestión más refinado para, ahora sí, arreglar todo eso.
Ante el enorme esfuerzo discursivo y de gestión que se ha venido desplegando, el peor pecado sería romper con la ilusión, denunciar que el emperador no lleva vestido alguno. Hay que ser niño o borracho para hacerlo.
[i] http://www.excelsior.com.mx/nacional/2016/03/15/1080945