Ese capítulo es bicéfalo. Pinta las bondades del desarrollo profesional docente y arguye (con gentileza, sin un lenguaje rudo) sobre el cambio apremiante e imperioso de las escuelas normales.
La primera parte de ese tramo, no por ser reiterativa —resume la Ley General del Servicio Profesional Docente— es irrelevante. Insiste en que el mérito, no el compadrazgo (la SEP no usa esa palabra, es mía) será el criterio para la selección, promoción, reconocimiento y permanencia en el servicio educativo. La idoneidad de los docentes es el concepto clave.
El lenguaje, contrario a lo que el secretario Nuño nos tenía acostumbrados, es edificante, no habla de punición, trata de ponerle la cara amable a los procesos de evaluación en la perspectiva de mejoría de los maestros.
Más allá de la ley, del modelo y otros documentos de la Secretaría de Educación Pública, la Reforma Educativa insta a los maestros a que modifiquen la percepción que tienen de ellos mismos. El asunto es largo y tiene historia. Aunque he publicado avances parcos de ese argumento, pienso ponerlo en extenso en un libro que preparo para analizar la reforma del gobierno de Peña Nieto. ¿Cuál es la exhortación que el servicio profesional docente hace a los maestros?
Respuesta: les pide un cambio de paradigma en su discernimiento sobre lo qué es ser maestro. En breve: con Vasconcelos a la vanguardia, el Estado, no sólo el gobierno de Obregón, conceptuaba a los maestros como misioneros, les concedía una estatura moral superior. El discurso vasconceliano era incitante, el maestro-misionero era el salvador de la patria, abanderado de la libertad y constructor de la cultura nacional.
En los tiempos de la educación socialista, los vicarios del presidente Cárdenas construyeron otra imagen ideal del maestro. Ya no sería misionero sino organizador social. Claro, tenía una misión, pero más que cultural era política. Consistía en organizar a las masas campesinas y proletarias para que lucharan por su liberación, inculcar en ellas una conciencia comunitaria y solidaria con el fin de oponerse a la explotación capitalista y construir un orden social justo.
Llegó luego la época de la unidad nacional, eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. El Estado les pidió a los maestros que abandonaran las ideas socialistas —que en realidad nunca se afianzaron— y se trocaran en apóstoles. El discurso del apostolado, tan idealista como el del misionero, pedía que los maestros, además de paladines de la cultura y la educación, fueran abnegados. Sobre ellos, decía el discurso, descansa el futuro de la nación.
Durante la etapa desarrollista, la oración laudatoria hacia el magisterio dio un vuelco. El gobierno ya no quería apóstoles sino técnicos, empleados al servicio del Estado, conductores de la verdad oficial y ejecutores de los planes emanados desde el poder.
Académicos como Emilio Tenti y Juan Carlos Tedesco, en una perspectiva sociológica (a la Bourdieu), conciben la labor docente como un oficio. Pero, hasta en el nombre de sus organizaciones, los maestros mexicanos querían o aceptaban el talante de ser trabajadores. Véase si no: Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación.
Detrás de la parrafada en la Constitución y las leyes, el Estado demanda a los maestros que se conciban como profesionales. Ello supone atributos de independencia de criterio, motivación intrínseca para el trabajo, el mérito como valor fundamental; en fin, los exhorta a que abandonen su idea de que son empleados dependientes y que ejerzan su profesión con altos grados de autonomía.
Para ello se requiere reformar a fondo las escuelas normales. De eso trata la segunda parte del capítulo. A fe mía que es la tarea más abstrusa de todo el proyecto de reforma. Las normales son instituciones sólidas, con organización, ideología, tradición y defensores en cada egresado. Para cambiarlas ni la punición ni el lenguaje edificante serán suficientes.