El pasado 20 de julio, el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, presentó el modelo que, supone él, plantará materia pedagógica a la Reforma Educativa. En mi entrega del domingo 24 de ese mes expuse las coordenadas de la ceremonia. En los siguientes cuatro miércoles glosaré los componentes de la propuesta gubernamental. Hoy patentizo el mirador que escogí para examinar el texto y mi postura ante la reforma.
Como analista de las reformas educativas tomo posición, no me considero neutro. Mi punto de partida es sencillo. A pesar del impulso modernizador del gobierno de Carlos Salinas a partir de los 90, la educación nacional, la básica en primerísimo lugar, no frenó el deterioro que acumulaba desde que el gobierno de Díaz Ordaz liquidó la escuela de jornada completa.
La política díazordacista restringió el hacer de las escuelas. Destaco dos efectos perniciosos. Primero, a cambio de favores electorales para el PRI, el gobierno cedió a los líderes del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación facilidades para continuar —y acelerar— su colonización de la administración educativa. En aquel sexenio, el SNTE alcanzó el control de las inspecciones de zona —hoy supervisiones— y de casi todas las escuelas normales. La burocracia resultó más apegada a las directrices del sindicato que de las autoridades. Éstas poco a poco perdieron el contacto con escuelas y maestros.
Segundo, no que antes su proceder fuera perfecto, pero los docentes cumplían con su trabajo, disfrutaban del aprecio social y encarnaban papeles de liderazgo en sus comunidades, en especial entre las de clases populares.
La escuela normal tenía atractivo para gente pobre. Para ser maestro sólo se requerían seis años después de la primaria; sus ingresos eran magros, pero tenían prestaciones, seguridad social y sus puestos eran vitalicios.
El fin de la escuela de jornada completa condujo a docentes a buscar la doble plaza con el fin de mejorar sus ingresos. El asunto es más complejo, cierto, pero de allí germinaron otras desviaciones que remataron en la venta, renta o herencia de puestos de trabajo. El prestigio del magisterio se vino abajo.
Con el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica, el gobierno federal transfirió grados de autoridad a los estados, pero dejó intacta la estructura autoritaria del SNTE. Consecuencia: éste aceleró la colonización de las dependencias estatales. En términos sencillos: ningún gobierno tenía fuerza —suponiendo que tuviera voluntad— política para oponerse al poder del sindicato. El gobierno perdió el mando en la educación; al tiempo que se agravaba aún más su deterioro material y pedagógico.
Por ello, entiendo que los firmantes del Pacto por México definieran como objetivos de la Reforma Educativa elevar la calidad de la educación y retomar su rectoría. El derrotero práctico consistió, como lo plantea el blog de Excélsior, un “Jaque a los maestros”. Pero hay oposición. La de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación es fundamentalista: abrogación o nada. La de la corriente hegemónica quedó domesticada con Elba Esther Gordillo en la cárcel.
El estropeo de la educación era inocultable. La reforma era urgente y necesaria. Tal vez otro camino hubiera ofrecido resultados distintos, pero el hubiera es metafísico. Cierto, el guión consistió, como lo estipuló el Pacto, en una reforma administrativa y laboral. Hoy toca el turno a la parte sustantiva.
Como todas las reformas educativas que se impulsan alrededor del mundo, la mexicana acepta nociones neoliberales, pero no son absolutas. También, como las demás, tiene propósitos explícitos —y otros implícitos—, arremete contra ciertas tradiciones, pero en un contexto que no tutelan los gobernantes; hacen la historia en condiciones que ellos no escogieron, diría Marx. El enfoque que utilizo para el análisis dispone de esas tres nociones: propósito, tradición y contexto.
Sostengo que la reforma es necesaria, pero no por ello que toda la tarea sea del gobierno. Veo mi postura como un imperativo categórico. Apoyar, sí, pero también vigilar que los postulados de la reforma que coincidan con un proyecto democrático se sobrepongan a los afanes neoliberales.
Paulo Freire insistía en que los educadores tenemos la obligación de nunca perder la esperanza, de ser optimistas para conquistar un futuro mejor. La propuesta pedagógica contiene elementos que alimentan el optimismo, pero no pierdo el ojo crítico.