Como habrá notado amable lector, en diversos medios periodísticos se reavivó el debate sobre la desigualdad. Es muy afortunado que esto ocurra en México, país perteneciente de la región más desigual y en consecuencia, una de las más violentas del mundo, como bien lo ha hecho notar el doctor Rodolfo Sarsfield de la Universidad Autónoma de Querétaro.
Académicos, comentócratas y representantes de los llamados think tanks han defendido sus puntos de vista sobre si la desigualdad importa o no. Gerardo Esquivel, economista de El Colegio de México y columnista de El Universal, ha comentado que pese al crecimiento de ingresos económicos per cápita de 1992 a 2014, el porcentaje de pobres, en este mismo periodo, no ha variado significativamente ni tampoco la estimación para calcular la desigualdad de ingresos monetarios (Coeficiente de Gini). Esquivel es claro: “el crecimiento económico de México no es sólo bajo sino excluyente”, es decir, deja fuera a importantes sectores de la sociedad. Esto se debe, según Esquivel, “a factores estructurales que es necesario modificar”.
Con ayuda de la historia, Macario Schettino nos ayuda a pensar en cuáles son algunos de estos “factores estructurales”. El académico del Tec de Monterrey y columnista de El Financiero expresa que pese a lo que pensaban algunos, la desigualdad no se origina en la Colonia, sino en el proceso de la primera globalización (1870-1914) y en el siglo veinte. La desigualdad latinoamericana tiene entonces una explicación histórica”, sostiene Schettino. “Evadimos en todo lo posible la modernidad”. ¿Y esto qué quiere decir? Que se permitió que las élites locales acumularan grandes riquezas producto de la “captura de rentas”. Luego, en el siglo veinte, los políticos saquearon a esas élites para repartir clientelarmente la riqueza y no aceptaron lo básico: todos somos iguales.
Esta premisa no puede ser compartida por otros comentaristas como Luis Rubio, presidente del think tank llamado Centro para Investigación y Desarrollo (CIDAC) y columnista en el periódico Reforma, quien afirma que la desigualdad es “un efecto del sistema económico que premia y recompensa la creatividad y la innovación, inevitablemente generando diferencias de ingreso en el proceso”. ¿Inevitablemente? El argumento de Rubio es terriblemente fatalista. Para él, una abstracción (el sistema económico) opera sin mediación humana o institucional para asignar recompensas económicas. Esto es muy cuestionable.
Douglass C. North, premio Nobel de Economía en 1993, mostró que la teoría neoclásica era limitada para explicar el crecimiento económico precisamente porque se limitaba a estudiar la operación de los mercados y no la manera en cómo esos mercados surgían y se desarrollaban. Es decir, había instituciones (reglas) que condicionaban el surgimiento y operación de esos mercados y dichas instituciones no eran una divina creación del Ser Supremo, sino el resultado de un proceso histórico y humano.
Pero siguiendo con su “discurso antiigualitario” (Silva-Herzog), Rubio afirma que en México hay que mejor centrarse en combatir la pobreza y para ello la forma más obvia de hacerlo es logrando altas tasas de crecimiento económico. Esta afirmación tampoco se sostiene del todo si recurrimos a los aportes de otro premio Nobel de Economía, Amartya Sen.
Gracias al trabajo del economista y filósofo indio, así como a la labor que ha realizado el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ahora sabemos que hay países que crecen considerablemente en términos económicos, pero que fallan en asegurar las condiciones para que la gente amplíe sus posibilidades de vida (Kuwait, por ejemplo). La libertad para vivir la vida que valoramos —y tenemos razón de valorar— no depende totalmente del ingreso económico, por muy importante y central que éste sea. Esto exige imaginar políticas públicas muy distintas de las que promueve la trickle down economy, la cual, como afirmamos Pablo Latapí Sarre y el que escribe, “nunca ha cumplido sus promesas”.
Pero Luis Rubio tiene un punto. No pocos políticos, activistas y yo agregaría, académicos, utilizan el discurso “igualitarista” por mera pose, interés o cliché. Por un lado, dicen optar por los pobres, pero por otra no chistan si se benefician del dedazo, clientelismo o nepotismo. Son los hijos obedientes de la antimodernidad. No obstante, esta inmoralidad no puede ni debe inmovilizarnos para hablar y denunciar la desigualdad que nos separa como seres humanos. Como dije al inicio, América Latina es la región más desigual del mundo y la más violenta. Usted decida si el tema importa o no.
Profesor de la Universidad Autónoma de Querétaro
Twitter: @flores_crespo