Todo parte del hombre y vuelve a él. ¡Vana ilusión!
Lourdes Quintanilla O.
Miguel Ángel Rodríguez
Era la puesta de sol, las 6 de la tarde, del domingo 6 de diciembre del 2020, cuando recibí el doloroso mensaje. Un querido amigo, Juan Carlos Canales, me mandó una breve esquela del Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en la que lamentan el sensible deceso de la elocuente y muy querida Dra. Lourdes Quintanilla Obregón. La noticia cayó para oscurecer la noche obscura, llegó para dar el remate en mi interior una de las pinturas negras de Goya.
Como es sabido Francisco de Goya y Lucientes se refugia a la orilla del Río Manzanares, en la conocida Quinta del sordo, indignado hasta la náusea por el despotismo inocondicionado de Fernando VII, por la abolición de la Constitución de Cádiz y la restauración de la monarquía, por el retorno de la Inquisición y la eliminación de la libertad de imprenta: un golpe de Estado a las libertades políticas.
En ese espacio de serenidad el aragonés pinta, ya viejo y sordo, en las paredes del comedor y en la sala de su casa, las pinturas negras, oscuras, como el sentimiento de horror que es posible distinguir en el expresionista rostro de “Saturno devorando a sus hijos”. El tiempo destrozando cruelmente la soberbia, las desmesuradas ilusiones racionales de sus hijos.
El nihilismo se asoma en la pintura de Goya, representa una crítica radical a la elogiosa narrativa de la superioridad del ser humano sobre el todo, al necesario sentido salvífico de los humanismos, porque el triunfo del homo sapiens sobre la naturaleza misma encierra un destino monstruoso. Es el principio del acabamiento de la metafísica de la subjetividad, la ilusión platónica de la caverna que mira al ser humano levantarse gradualmente, desde hace más de dos milenios, del mundo de las sombras y las tinieblas a la empinada cuesta de la luz y la verdad.
Es un programa heredado por la filosofía Antigua y por el Renacimiento a los ilustrados. La fórmula es infalible para caracterizar, por igual, a los humanismos de izquierda y de derecha. Todos ellos afirman como fundamento que las capacidades cognitivas de los humanos los convierten, potencialmente, en seres capaces de alejarse de los vicios, practicar la virtud y alcanzar la felicidad por la vía del conocimiento racional, científico. Humanismo cristiano, liberal, demócrata, marxista, neoliberal, (hasta donde se puede llamar humanismo a un credo que descree de la digndad humana), comparten esa interpretación lineal.
En sus disertaciones Lourdes Quintanilla se encargaba de deconstruir, con dosis precisas y controladas, las certezas científicas y deterministas sobre el curso de la historia. El mito de la razón y el progreso, de la verdad absoluta, era dinamitado con datos duros de la propia ciencia física, el escepticismo risueño de Lourdes desorientaba a algunos estudiantes, por el rumbo de sus iconoclastas reflexiones históricas, por la crítica severa al narcisismo antropológico de todos los humanismos.
El dios de los artistas, de la melancolía, vive en las pinturas negras de Goya y ¨El sueño de la razón produce monstruos¨ (1799), perteneciente a la serie de los Caprichos, también admite una interpretación y un diagnóstico civilizatorio nihilista de principios del XIX europeo. Ese era el sentimiento, el desasosiego, la inquietud que, con delicada sutileza, Lourdes Quintanilla destilaba en sus seminarios.
Antes de conocerla personalmente, de tomar con ella dos o tres cursos de Historia de Méjico, por mí hubieran sido más, la presencia de Lourdes estaba con nosotros, en los dionisiacos seminarios vespertinos de los miércoles, en el tercer piso del edificio Arronte de la UAP, donde por más de seis años formamos una cofradía de la que nació la maestría y la licenciatura en ciencias políticas de la BUAP. Recuerdo entre los más valorados por Luis, por la amistad y constancia, a Julio César del Ángel, Israel Arroyo, Alejandro Fonseca, Noé Castillo, Héctor Sosa, Denisse Hernández, Luis Ortega Morales, Juan Carlos Canales y Abel Hernández. Cualquier omisión es atribuible a la memoria selectiva, que es la expresión de las afinidades electivas.
Luis Cervantes Jáuregui, mi entrañable maestro, evocaba parsimoniosamente la naturalidad con la que la profesora Lourdes exponía sus consideraciones filosóficas, su encanto intelectual, sí, el carisma, pero más allá de eso, estaba contagiado por la jovialidad de su pensamiento –en el sentido nietzscheano. Luis solía pedirme que comprara la revista Espacios para llevársela a Lourdes Quintanilla al Distrito Federal. Una memorable publicación de vida breve que, bajo la coordinación de Oscar del Barco y Jorge Juanes, ofrecía algunas traducciones de Heidegger al castellano. Recuerdo ahora La pregunta por la técnica.
Así que antes de encontrarme por primera vez con la profesora Lourdes Quintanilla, mucho antes, sabía que además de su interés por la historia política y la literatura universal, estaba leyendo a Martin Heiddegger y a Ernst Jünger, especialmente el debate entre ambos sobre el dominio de la técnica y la Era del nihilismo.
Un día de 1991 me vi frente al tablero que ofrecía a los estudiantes, semestralmente, el menú de materias académicas del periodo escolar para construir, en libertad, el curriculum formativo de la maestría en ciencia política de la UNAM. El seminario de Lourdes estaba programado para los viernes, entre las 6 y las nueve de la noche, un día y un horario horribles para quienes, como yo, viajábamos de regreso a la ciudad de Puebla. No me importó mayor cosa que la Tapo estuviera a reventar los fines de semana, ya me las arreglaría para volver, aunque fuese de madrugada. Por fin llegó el momento. Subí a zancadas las escaleras del posgrado, pues Luis me advirtió que era muy puntual y jamás faltaba a sus responsabilidades, por fortuna llegué a tiempo pero no antes que ella. Ahí estaba Lourdes Quintanilla, convertida en una amable anfitriona universitaria, hablaba en ese momento de nuestra condición de inestabilidad como república durante la primera mitad del siglo XIX, de l0s 45 periodos presidenciales entre 1821 y 1854, de los seculares y sangrientos cacicazgos regionales, en su mayoría militares, que dominaban los congresos de los estados e impedían el nacimiento propiamente de un Estado nacional. Nos recordó, en esa primera sesión, que la política independentista se había convertido en una agencia de empleos, en una empleomanía, como la denominaba José María Luis Mora, el acérrimo adversario intelectual de Lucas Alamán.
Hizo una pausa, interrumpió por un momento su disertación, para preguntarme si yo era Miguel Ángel, el integrante del seminario de Luis Cervantes en Puebla. Le respondí sonriente que sí. Ese momento fue el principio de una amistad dialogante en el sentido que Sloterdijk la atribuye al poder de los libros, pues el goce infinito, apolíneo y dionisiaco de la lectura compartida echa raíces muy profundas y fuertes, suficientes para hacer florecer amistades eternas. La influencia de Luis y Lourdes sobre mis lecturas y sobre mi vida resultaron cruciales.
¿Son los profesores criadores, domesticadores de seres humanos…?
Lourdes daba sentido a la semanal puesta de sol en Ciudad Universitaria. Con su estado anímico, con un entusiasmo que “contagiaba asombros”, como expresó Juan Pardinas en el homenaje que le hicieron cuando se retiró de la UNAM, cada semana nos sembraba más dudas, nuevas cuestiones, otras preguntas, para quienes supieran escucharlas y, acto seguido, nos remitía con igual generosidad a lecturas de Giovanni Pico della Mirandola, Étienne de la Boétie, Michel de Montaigne, Edmund Burke, Benjamin Constant, Madame de Stäel que a escritores como Friedrich Nietzche, Roberto Calasso, Michel Tournier y Octavio Paz -entre otros. El espacio del aula se convertía en una esfera hospitalaria, un termotopo, un espacio inmunizante para compartir y participar colectivamente, más que en las imposibles respuestas, en la multiplicación de la dudas a la pregunta por el sentido del ser histórico de México.
En 1991 la profesora Quintanilla publicó El nacionalismo de Lucas Alamán. En él escribió algo que podría tener mucho sentido para los actuales dirigentes de Morena, pues apuntó que el nuevo régimen poscolonial, independiente, “abrió las puertas de la vida pública no a los mejores ciudadanos sino a los oportunistas…”
En esas condiciones de fragmentación, la iglesia con todos sus privilegios y fueros, igual que los dominios militares en las regiones del país, era imposible pensar en la unidad, en un poder político que convocara legítimamente a la construcción de un proyecto común de Estado-nación.
En ese contexto borrascoso debe ubicarse la inmensa obra del pensador guanajuatense Lucas Alamán, en cuya antigua casa, situada en el centro histórico de la ciudad de Guanajuato, por cierto, tenía su consultorio el doctor Luis Cervantes, padre de nuestro amigo común Luis Cervantes Jáuregui.
El Lucas Alamán que le interesa a Quintanilla iluminar es la figura del enemigo de la demagogia, el pensador que se atreve a proponer que la centralización del poder y la alianza pública del Estado con la iglesia correspondían más con la historia pasada de 300 años. Se trataba de una posición moderada, más interesada en la construcción de eficientes canales de comunicación entre los adversarios que en la aniquilación de cualquiera de ellos: “Era difícil que todo el mundo después de siglos de religión se convirtiera en un decidido liberal.. El espíritu moderno y el espíritu católico podían conciliarse… Se opuso a toda ficción constitucional a todo engaño político ”. Sin Lucas Alamán es imposible comprender la historia política de México –concluye la profesora.
Lourdes Quintanilla, lectora voraz de literaura latinoamericana, inglesa, francesa y alemana, recuerda la presencia del romántico Edmund Burke y de Francois René de Chateubriand en el pensamiento conservador de Lucas Alamán, pues es una interpretación histórica que armoniza polémicamente la continuidad con la ruptura. En ese tenor, para ella el arte de la política no estaba relacionado con la eliminación de los enemigos, como ocurrió con los liberales sobre los conservadores, sino en la capacidad de construir instituciones garantes de resolver pacíficamente la tensa coexistencia de los extremos, de los intereses contrarios.
Ahora que lo pienso más reposadamente, a Lourdes y a Luis los hermanaba una suerte de aristocracia intelectual –en el sentido de Ortega y Gasset–, una hermandad de los temples que se traslucía en el cultivo elegante y discreto de la ironía, en el escepticismo como posición de origen y, sobre todo, en la desconfianza a los sobredeterminismos ideológicos, tanto de izquierdas como de derechas.
Se puede afirmar que a Luis y a Lourdes los unían, pensando en la novela de Goethe, las afinidades electivas.
Benjamin Constant: la fragilidad política (2003) es otro de sus estudios fundamentales, en ese libro desmenuza con prosa clara, entre otras temáticas, las divergencias y convergencias del escritor suizo con los jacobinos, con Napoleón y con Rousseau. Constant es un escritor suizo, nacionalizado francés, que exploró el estudio de la filosofía, las religiones, la política, el derecho y, como egresado de Oxford, admiraba el conservadurismo ilustrado inglés.
A los jacobinos opone el discurso de la tolerancia, contra Napoleón, que incluso lo nombró miembro del Tribunal adscrito al poder legislativo, argumentó la necesidad de poner límites claros al ejercicio del poder político, venga de donde venga, por esa oposición a la “potencia despótica” tuvo que renunciar y salir desterrado a Suiza y, contra Rousseau, se empeña en deconstruir la abstracta y universal idea de la voluntad general, porque considera que tal pensamiento es propio de la escolástica del siglo XVI y su obra es un compendio de “funestas sutilezas teológicas que arman a todas las tiranías.”
Es necesario poner límites muy claros y firmes a la autoridad social, al poder del Estado, pues la división de poderes es una ilusión si no se ponen frenos al poder ejecutivo, que siempre encuentra subterfugios para abusar de su poder y esos límites son, sostiene Constant, los derechos individuales, que no deben ser violentados por ninguno de los poderes. Porque los poderes son falibles, por ello deben ser restringidos todos: “En el corazón de los escritos constantianos se encuentra la noción de límite”– concluye Quintanilla.
Lourdes Quintanilla Obregón fungió como presidenta de mi jurado en la tesis de maestría y fue lectora e integrante de mi sínodo en trabajo de recepción doctoral –aunque por razones personales ya no participó en el jurado el día de mi presentación. Recuerdo con agradecimiento infinito el día del examen de maestría (1993), pues el taxi que tomamos con mi amada Sandrita, Meztli y Sandy (recién nacida), había errado el camino en el laberinto de ciudad universitaria, así que llegamos con 15 o 20 minutos de retraso a la cita con mis sinodales, por fortuna todos se mostraron comprensivos.
La profesora Lourdes, me conmueve recordarlo, se adelantó para recibirnos muy cordialmente, me dijo que no me sintiera mal, que estuviera tranquilo, me preguntó si llevaba pluma y papel para anotar las preguntas del sínodo que, desde luego, entre la mamila y los pañales, había olvidado en el hotel en el que nos hospedamos. Le respondí jadeante, sudoroso y angustiado, pues la subidita de la FCPyS está pensada para alpinistas extremos, que no traía nada, nadita de nada, excepto mi entusiasmo. Sin decir palabra dio media vuelta y bajó disparada al primer piso para regresar en un santiamén con los instrumentos necesarios para el examen. La solidaridad de mi querida profesora estaba más próxima a la de una madre protectora que a la de una académica prestigiada y reconocida como una de las pensadoras más agudas y rigurosas de la facultad de ciencias políticas y sociales de la UNAM. Por ello no me extraña que Jorge Márquez, profesor adjunto de la profesora Quintanilla, haya expresado el día de su homenaje de despedida que si “no hubiera tenido la mamá que tuve, me hubiera gustado que mi mamá fuera Lourdes”.
Tiempo después la tesis de maestría se convirtió en el libro Génesis del patrimonialismo en México, el primer título de la maestría en ciencias políticas de la BUAP, que fue presentado, entre otros politólogos, por Lourdes Quintanilla en el antiguo salón de proyecciones del edificio Carolino, por aquel tiempo sede del Consejo Universitario, una reunión que terminó en nuestra casa, como se debe, con vino tinto y una deliciosa carne asada cocinada por mí para mis amigos e invitados.
La penúltima vez que vimos a la profesora Lourdes fue en su casa en el 2015. Hablo en plural porque, como casi siempre, me acompañaba mi amada Sandrita. Llegamos con un mamotreto de cerca de seiscientas cuartillas que pesaban una tonelada, era mi tesis doctoral sobre el romanticismo alemán. Nos sentamos en la sala, nos ofreció una copa de vino tinto para brindar por el texto que, finalmente, había decidido terminar –más por cansancio que por satisfacción.
No me acuerdo si dos o tres meses después nos volvimos a reunir, esta vez en un restaurante cercano a San Jerónimo elegido por el esposo de Lourdes, donde cocinaban, ¿qué más?, una exquisita carne norteña, porque su marido es de Chihuahua y saborea, como yo, los jugosos asados de aquellos lares. Esta vez nos acompañó también mi querido amigo Israel Arroyo, una de mis afinidades afectivas más próxima. La profesora, quien ya se había jubilado y, sin embargo, aceptó leer mi voluminosa tesis, me repitió lo que me había advertido desde el inicio, que ya tenía el boleto de viaje para irse a vivir a Canadá con su hija, que volaría en quince días y que, por lo tanto, no podría estar en el examen doctoral. Me entregó el voto aprobatorio con algunas comentarios elogiosos y, con la sonrisa que tantas veces le vi esbozar como premonición de su ironía sobre algún personaje de la vida política o intelectual del país, me dijo, tomándome del brazo, que con seguridad era nuestra despedida, pues el de ella iba a ser un viaje muy largo.
Nos quedamos un rato en silencio, tristes, desencantados, mi estado anímico rozaba la angustia, no supe qué hacer.
De la nada volvió a su mirada la chispa, nos dijo, volviendo al cuidado por el ser del hombre, y el cuidado de la naturaleza del romanticismo alemán, que si la física contemporánea entiende que la esencia íntima del ser es la mutación antes que la identidad, de la misma manera la flecha del tiempo puede encontrar divisiones, hoyos negros, cambiar el curso de los tiempos y los espacios de la historia humana, que la concepción determinista de la historia es obsoleta.
Me pareció escuchar los ecos de algún pasaje de Así habló Zaratustra o de La genealogía de la moral de Nietzsche, pues habló del diálogo entre la historia natural y la historia cultural, de la cercana relación actual entre la ciencia y la filosofía, entre naturaleza y “homo sapiens”, pues en esa escucha mutua se articula el debate filosófico contemporáneo sobre el lugar del hombre “…en el macrocosmos, igual que en la antigua Grecia igual que en el Renacimiento.” Pienso que si Lourdes era nihilista, lo era no a la manera existencialista sino como una nihilista activa, vital, juvenil. A sus 90 años de edad era una amante y defensora apasionada, por encima de todo, de la fantasía del pensamiento.
Entre risas por “las taradeces” de Enrique Peña Nieto, la palabra favorita de Lourdes para nombrar la corrupción casi genética de nuestra clase política, nos despedimos después de dos horas de cálida conversación y una botella de exquisito vino tinto.
En el abrazo que ambos sabíamos era el último, me recordó una frase que repetía con insistencia en los risueños y profundos seminarios que tuve el privilegio de cursar con ella, un juicio que interpreté como la crítica más severa a mi trabajo de tesis y que me acompaña siempre como objeto de meditación.
En voz muy baja musitó las palabras del final final: “No se te olvide que la verdad de esa historia triunfal del humanismo que profetiza que todo parte del hombre y vuelve a él es una sola cosa: ¡Vana ilusión!”