Susana Quintanilla
Departamento de Investigaciones Educativas del Cinvestav
Es un lugar común decir que la pandemia causada por el SARS-Cov 2 ha transformado la vida social a escala global. También lo es señalar a la educación escolarizada como uno de los elementos más trastocados del tejido social. Educadores y expertos auguran la proximidad de cambios radicales en las prácticas, los agentes, los medios, los escenarios y las tramas de la escuela, con la certeza de que nada será igual y la proclama de actuar para que esto ocurra.
Sin negar los efectos potencialmente transformadores de la pandemia en el sistema educativo, me sumo a los cautelosos respecto a los buenos augurios y escépticos frente a la voluntad de cambio. Más allá de los deseos e intenciones, hay una estructura sólida y efectiva que perdurará muchos años por venir. Los temas a discusión han sido cuándo comenzará el ciclo escolar, si la enseñanza será presencial, en línea, por televisión o híbrida, cómo se harán las evaluaciones, y un largo etcétera que crece y se modifica a medida que el regreso a las aulas se pospone sin la posibilidad de adelantar fechas fijas.
En medio de estas incertidumbres, los libros de texto gratuitos (LTG) son un referente ineludible. Lo que hace sólo unos meses era considerado como un objeto arcaico, más propio de la era Gutenberg que de la de Google, que debía ser suprimido o, en su caso, modificado, es parte esencial del programa “Aprende en casa” anunciado por el presidente de la República y el secretario de Educación Pública la mañana del 4 de agosto de 2020. A partir del 24 del mismo mes, cuatro televisoras privadas (Televisa, T.V Azteca, Imagen Televisión y Multimedios), los canales 11, 22 y 14 y las televisoras de los estados transmitirán de 8:00 a 19:00 los contenidos audiovisuales que completan el “esquema oficial y válido” del gobierno federal. El sistema público de radiodifusión y la red de 36 radiodifusoras educativas y culturales de México se sumarán a esta labor.
Según Esteban Moctezuma Barragán, la educación a distancia tendrá valor curricular y validez oficial y se sostendrá en una “una base sólida y equitativa”: 140 millones de LTG que serán distribuidos en los estados y constituirán la guía para que los alumnos, maestros y padres de familia se orienten tanto en los contenidos a tratar como en las actividades para el aprendizaje. El catálogo consta de 81 libros, de los cuales 32 corresponden a la serie La Entidad donde vivo.
El argumento central de las autoridades a favor de los LTG es que tienen mayor cobertura que cualquier otro medio para la enseñanza y, por lo tanto, son accesibles para todos los alumnos. A esto debemos agregar las cargas simbólicas de estos materiales sobre millones de personas de distintas generaciones, trayectorias escolares, lugares y condiciones sociales. Desde su creación en 1959 el LTG fue concebido como un eslabón entre el Estado y la niñez mexicana y un garante de que el primero mantendría viva la triada de la educación laica, gratuita y obligatoria. Si bien la noción de “educación ideal” ha cambiado, aún prevalece la idea original de que los LTG, de uso obligatorio en todas las escuelas, son el resultado de un acuerdo social de largo alcance: en México, los alumnos de primaria tienen el derecho de recibir de manera gratuita los libros correspondientes al grado que van a cursar, mientras que el Estado tiene el deber de garantizar lo anterior. Basta con leer el párrafo inicial de la “Presentación” de los impresos distribuidos en 2019 para entrever la misión imposible que se le otorga a estos materiales:
Este libro de texto fue elaborado para cumplir con el anhelo compartido de que en el país se ofrezca una educación con equidad y calidad, en la que todos los alumnos aprendan, sin importar su origen, su condición personal, económica o social, y en la que se promueva una formación centrada en la dignidad humana, la solidaridad, el amor a la patria, el respeto y cuidado de la salud, así como la preservación del medio ambiente.
Como historiadora, no me sorprendió la prevalencia de los LTG y la televisión en el programa de la SEP. Ambos provienen de los años sesenta del siglo XX y formaron parte del Plan Nacional de Expansión y Mejoramiento de la Enseñanza Primaria, cuyo propósito era garantizar, en un plazo de 11 años, la enseñanza elemental a todos los niños entre los 6 y los 14 años de edad que tuvieran posibilidad efectiva de asistir a la escuela y no pudieran hacerlo por falta de aulas, grados escolares y maestros. Mientras los LTG se concentraron en la educación primaria, la televisión educativa se orientó hacia la secundaria. Con el paso del tiempo, la telesecundaria se instituyó como un sistema escolarizado más: asistencia a aulas con horario fijo y un maestro encargado de coordinar y evaluar. En tanto, el LTG pasó de ser un apoyo complementario a la gratuidad de la educación a constituirse en una parte integral de la cultura escolar.
El gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) impulsó una reforma educativa para dar continuidad al Plan de Once Años, que llegaba a su fin. En ese contexto, se juzgó natural y urgente emprender una transformación en la escuela primaria. El LTG fue reformado por primera vez desde su nacimiento, en concordancia con los cambios curriculares y metodológicos que se iban produciendo. El cuaderno de trabajo para el alumno fue suprimido y el contenido de los textos fue estructurado por áreas de estudio en lugar de por asignaturas. La noción misma de autor fue modificada con la contratación de instituciones y de expertos en diferentes disciplinas que formaron equipos de trabajo en los que participaban maestros. A diferencia de los libros obligatorios anteriores, los de los años setenta proponían actividades grupales e individuales a desarrollar en los espacios escolares con la supervisión de los profesores.
La integración de los LTG a las prácticas escolares, y de estas a los primeros, incidió para que en 1980 la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos (Conaliteg), creada en febrero de 1959, perdiera una parte de sus funciones, entre ellas la de elaborar los originales de los futuros libros. Desde entonces, la Conaliteg produce, imprime y distribuye, pero no define ni interviene en lo que se publica. Esto último corresponde a la Dirección General de Materiales Educativos de la SEP, que tuvo a su cargo las tercera y cuarta generaciones de libros de texto y el inicio de la quinta, durante el último año del gobierno de Peña Nieto. Sin haber hecho un seguimiento detallado, lo más probable es que el paquete que será distribuido en las semanas próximas contenga una miscélanea de, por lo menos, tres reformas curriculares.
Además de la amalgama en los contenidos, el uso de los LTG como la base del plan de la SEP abre un reto en cuanto a los métodos. La naturaleza de estos materiales es muy distinta a las de cualquier otro tipo de impresos. Su “público” no son los niños de tal a tal edad, sino los alumnos de este u otro grado; el contexto para su lectura y uso es la escuela, y ningún otro. Supuestamente, su elaboración parte no sólo de una definición clara de los planes y programas de estudio, sino de nociones previas acerca de cómo aprenden los niños, del vocabulario que manejan, del tipo de soportes didácticos idóneos y del uso deseado en el ámbito escolar. Son instrumentos altamente normativos en tanto fijan y transmiten un conjunto de conocimientos previamente definidos como válidos y de normas pedagógicas vigentes. También contienen un perfil del lector deseable y un protocolo de lectura sustentado en las características del soporte material del texto. Sin embargo, todos estos elementos no garantizan que los alumnos “lean” como se supone que deban hacerlo: sólo definen las condiciones para el desarrollo de apropiaciones que pueden ser diferentes y hasta contrarias a las esperadas.
Los LTG son objeto de múltiples prácticas de lectura y formas de uso y apropiación. La más recurrente es la lectura en voz alta, ya sea por el profesor, por un alumno o por turnos entre ambos, mientras que la lectura silenciosa es menos frecuente. En ocasiones precede a otra actividad escolar o es utilizada como parte de esta: copiar fragmentos del texto leído, marcar o memorizar “lo más importante” de este, hacer una síntesis en el pizarrón o en los cuadernos de los alumnos y abrir una ronda de preguntas y respuestas. El informe de la Encuesta Nacional de Prácticas de Lectura en las Escuelas, concluida en 2006, reporta que los LTG son los materiales didácticos más utilizados en los salones de clase de cuarto a sexto grado de la primaria general. Igualmente, observa que a lo largo de estos grados los profesores van otorgando mayor autonomía a los niños para que interactúen directamente con los libros. Sin embargo, no hay una relación directa entre esta independencia lectora y el fomento de actividades de escritura autónoma y creativa.
Lo anterior permite inferir que los LTG no son, por sí mismos, una base tan sólida, equitativa y uniforme como suponen las autoridades educativas. Comenzando por su distribución, que constituye toda una hazaña y tiene a las escuelas como destino habitual. Una vez distribuidos (suponiendo que esto sea factible antes del inicio del ciclo escolar), vendrá el problema de su operatividad en contextos distintos a los escolares y sin la intermediación de los maestros y los compañeros de clase. Hasta ahora, no se ha dicho nada sobre cómo funcionará la articulación entre los materiales impresos y las clases audiovisuales. Probablemente se trate de algo irresoluble que será trasladado, como muchos otros dilemas, a las madres y los padres de familia. Pero la sola existencia de los LTG y su presencia en las casas tendrá un efecto simbólico de uniformidad y continuidad. Dentro de la diversidad, la desigualdad y el posible caos, habrá un elemento común en el cual depositar la fantasía de la normalidad.