-A Raquel y Rosa María, porque cumplan felizmente muchos años más.
Ante la precariedad del debate parlamentario, la falta de persuasión y argumentación de los gobiernos para impulsar sus políticas e ideas fatalistas sobre los jóvenes de México, resultó muy afortunada la organización del Segundo Concurso Nacional de Debate Político que realizó el Partido de la Revolución Democrática (PRD), a través de su Secretaría de Asuntos Juveniles, en la ciudad de Querétaro el pasado 3 y 4 de julio.
Pese a que el PRD local fue el orquestador principal de tal encuentro, el espacio fue abierto y plural. Congregó a más de 40 jóvenes de entre 15 y 29 años de diferentes estados de la república, distintas corrientes de pensamientos y variadas afiliaciones políticas, las cuales no interfirieron para que el jurado —del cual me tocó la fortuna de ser parte— decidiera qué joven ganaría por saber dialogar, interpelar y construir argumentos sólidos y lógicos.
La organización de este debate político me hizo extrañar otro tipo de debates: los académicos. Asimismo, me hizo preguntar qué diferencias existen entre uno y el otro, qué enseñanzas pedagógicas produce debatir, qué errores seguimos reproduciendo cuando entramos en esta forma de entendimiento dialógico y qué criterios —fuera de lo establecido en este debate— hacen a un buen debatiente.
¿Qué diferencia existe entre un debate político y uno académico? En lo político se busca ganar el debate, convencer al otro para que se impulse tal o cual programa o política. En ello, la creencia de política (policy belief) o el interés subyacen a las palabras de los debatientes. En cambio, en el debate académico e intelectual se persigue que el “ganador” sea la verdad, cuestión que cambia radicalmente los recursos para debatir. En el debate académico el matiz está siempre presente, mientras que en el político se lleva el argumento al extremo (maximalismo). En el debate político, ser popular y ganar aplausos es valorado; pero en el académico es sano y está bien ser marginal. Claro, si uno verdaderamente aprecia la labor intelectual.
¿Qué enseñanzas se desprenden al debatir? Que los argumentos deben rebasar la relación que tenemos con las personas, sean estos lazos académicos, políticos, laborales e incluso de amistad. Debatir, confrontarnos intelectual o políticamente con alguien de manera pública no tiene por qué llevar a la enemistad ni a la separación, sino al contrario. Abrirse al debate y practicarlo combate el cuchicheo, derrumba las máscaras y nos permite reconocernos mejor como personas. Confrontarnos intelectual o políticamente es más sano que atacar por la espalda. Debatir nos hace más civilizados y ayuda a combatir la desconfianza. En el debate político de Querétaro fue evidente y aleccionadora la trasposición de los jóvenes, muchos ellos compañeros de la misma universidad.
Una vez habiendo dicho que el debate es un fértil camino para construir una cultura política distinta —es decir, moderna—, se debe señalar que construir argumentos, rebatir la posición del otro y tomar una posición mediante la palabra revela distintas “competencias”. Una de ellas es la habilidad de pensar contra factualmente; (qué pasaría si esto o aquello no existiera), evitar relaciones falsas o espurias y no utilizar “evidencia de malicia” o argumentos “deshonestos”, intelectualmente hablando (Orwell).
Asimismo, en el debate de jóvenes en Querétaro se mostró que el lenguaje es clave. Ningún joven que llegó hasta las últimas etapas del concurso recurrió a la verborrea ni a los artificiosos discursos basados en la “posmodernidad” cuya complicación lingüística parece construida no para comprender las cosas claramente, sino para mostrarse como un sofisticado hablantín. Los debates entre los jóvenes prosperaron por la profundidad y claridad expresiva; por la calidad de su argumento aun cuando tuvieron que defender o rebatir posiciones que no compartían del todo; no por utilizar “palabras domingueras”.
Otra de las lecciones al ver debatir a los jóvenes es constatar los errores de la formación universitaria en México. Me sorprendió que varias veces los jóvenes expresaran que tal o cual tesis era “irrefutable” o “incuestionable”. En donde más me preocupé como profesor universitario fue cuando citaban un libro o algún autor anteponiéndole de manera ceremoniosa el adjetivo de “célebre”. En estas páginas, he sostenido que “la autoridad académica no existe” (Campus; 28/06/12); pues si nos pasamos la vida exaltando indiscriminadamente al académico corremos el riesgo de: (1) valorar en mayor grado sus cualidades externas que su trabajo intelectual; (2) inhibir la crítica y frenar, como consecuencia, el avance científico y (3) reproducir las reglas clientelares de los académicos en las universidades: “usted no me critique y yo me encargo de promoverlo”.
El debate público nos ayuda a construir una cultura política moderna; a reconocernos como personas con pensamientos diversos y con el razonamiento suficiente para reconocer la postura del otro, valorarla y expresar un acuerdo o desacuerdo de manera abierta. Debatir no es pelearse, sino caminar hacia un entendimiento humano y pacífico. ¿Hemos entendido esto en las escuelas y universidades mexicanas? ¿Son los conflictos en nuestra vida escolar, política y académica un reflejo de la falta de debate y diálogo?
No desaprovechemos los recursos pedagógicos que brinda la discusión y la confrontación intelectual y política. Fortalecer nuestra democracia desde la escuela y la universidad es más sencillo de lo que comúnmente se cree.
Publicado en Campus milenio