Pedradas impresas llenas de frases altisonantes. Ataques con piedras de esas que rompen vidrios. A Chuayffet le han llovido esta semana las críticas. Es parte de la definición de su chamba, me queda claro. Me queda claro también que está muy bien que haya críticas y exigencias; sin ellas, gana el confort acolchonadito del poder y nada se mueve.
La democracia —como todo—necesita del teatro para representarse y hacerse visible. Ayuda para darle cara, script y cuerpo a la idea de que el poder es de todos, un buen pleito entre los que gobiernan y los que no; un gesto duro que grite “me inconformo”; un manotazo que se plante frente al poder y diga “¡basta!”. Sirve sí, pero no basta.
Y no basta (por fortuna) porque el fondo, traqueteado y todo, todavía importa. Esto es, aquello de lo que se habla y de lo que se trata el pleito—más allá de las máscaras y la producción coreográfica—todavía importa. Y en ese terreno echo en falta entre varios de los arrojados críticos del Secretario de Educación algún dato, alguna seriedad.
No es cierto que exista evidencia contundente sobre las bondades de las pruebas estandarizadas para mejorar el aprendizaje de los alumnos. Tampoco existe “evidencia dura” de que emplear dichas pruebas para calificar el desempeño de los maestros contribuya a elevar la calidad de la educación. El país —Estados Unidos— que más utiliza pruebas estandarizadas y que ha sido pionero e impulsor denodado de su empleo para evaluar a los docentes, no ha logrado mejorar sus resultados educativos, a pesar de todos sus micrófonos y todo el dineral invertido en ello. Pero eso, al parecer, no importa. La realidad, para los apóstoles de las pruebas estandarizadas, pareciera ser una distracción prescindible.
Toda la “discusión” sobre educación hoy —en México y en buena parte del mundo—se concentra en los medios para alcanzar ese “algo”— “calidad educativa”—que pareciera autoevidente. Tan autoevidente, que a muchos les parece que hablar sobre “el modelo educativo”, sobre los fines de la educación, es una pérdida de tiempo y que bastaría, para tenerlo claro, con leer con cuidado el texto del 3º constitucional. ¿Será? ¿Será que sabemos ya y que contamos ya con consensos mínimos sobre eso qué tendrían que aprender los niños y los jóvenes mexicanos en la escuela? ¿Será que, de verdad, hemos resuelto ya, por ejemplo, si queremos que la escuela deje de “fabricar mexicanos” y/o si queremos que se dedique, en exclusiva, a fabricar sujetos empleables, productivos, blanquitos y bien peinados?
No tengo ni idea de si a Chuayffet todas estas cosas le interesen o no. Mi intuición es que su chamba central hoy es asegurar la gobernabilidad de la cosa educativa y que eso pasa, en alguna medida importante, por lograr que el juego no se agote en la cantaleta de “pruebas vs maestros”. No está fácil su chamba. No ayudan el ruido repetitivo y las pedradas hechas de puras consignas. Creo, con todo, —será probablemente mi optimismo a prueba de balas —que el desbarajuste actual abre posibilidades. La cosa es no hacernos guajes, abandonar nuestras certezas confortables y entrarle. Con firmeza sí, pero también con alguna idea de país, con algún apego a la idea de país, con algún dato, con alguna cosa distinta al puro manotazo.
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Publicado en La Razón