Desde la segunda mitad del siglo XX hasta mediados de los años 80 el financiamiento de las universidades públicas mexicanas descansaba en los recursos públicos otorgados por el Estado, o para decirlo de manera más precisa, por parte del gobierno federal. En aquellos años, la forma en que se asignaban los recursos a las universidades públicas estatales dependía aparentemente de un solo elemento estructural, el tamaño de la institución que se medía por la matrícula estudiantil o por la plantilla del personal.
Pero a este criterio de asignación del presupuesto, se le sumó un elemento político. Esto explicaba la asignación de presupuestos con base en la localización geográfica de la universidad, el nivel de políticidad (o de conflicto social) que podía generar una institución y el acuerdo entre autoridades universitarias y autoridades gubernamentales. Tal forma de asignación tuvo varias críticas precisamente por las reglas poco claras que se derivaban de esa dimensión política donde predominaban la inequidad y los acuerdos discrecionales.
Derivados de las críticas a este modelo de asignación del financiamiento y en el marco de una crisis económica nacional, el modelo de asignación del financiamiento cambió en los años 90, con base en criterios racionales de planeación y evaluación.
En este nuevo modelo de financiamiento del Estado al presupuesto de las universidades públicas estatales (y que es el modelo que predomina hasta nuestros días) se establece a partir de dos formas: un financiamiento ordinario, que palabras más palabras menos, es para el gasto corriente (pago de sueldos y salarios) de las instituciones; y un financiamiento extraordinario, que se establece a través de diversos programas para modernización e infraestructura (FOMES), docencia e investigación (PROMEP) evaluación y acreditación (FIUPEA/PIFI), y otros rubros.
De acuerdo a Javier Mendoza, uno de los expertos en temas de financiamiento, tales programas de financiamiento extraordinario también pueden ordenarse, en cuatro categorías: fondos para mejorar y asegurar la calidad; fondos para ampliar la cobertura; fondos para la equidad; y fondos para atender problemas estructurales.
Ambas formas de financiamiento, ordinario y extraordinario, son implementados por el gobierno federal. Sin embargo, en este modelo aparece un nuevo actor educativo, la participación de los estados o entidades federativas. ¿Qué quiere decir esto? Básicamente que el gobierno federal no es la única instancia que otorga el financiamiento, sino los estados con la misma forma: financiamiento ordinario, para el gasto corriente de las instituciones; y financiamiento extraordinario, que desde el 2008, es ofrecido a través de distintos programas.
¿Qué porcentaje de financiamiento (ordinario y extraordinario) aporta el gobierno federal y el gobierno estatal para las universidades públicas estatales? Javier Mendoza (2011) en un excelente libro titulado, Financiamiento de público de la Educación Superior en México, afirmaba al respecto: “las proporciones que representan el subsidio ordinario federal y estatal de cada universidad son variables y se establecen y formalizan a través de un convenio tripartita anual suscrito por el gobierno federal, el gobierno estatal y la universidad respectiva”.
Básicamente, dice Javier Mendoza, las 34 universidades públicas estatales existentes en el país tienen una aportación financiera de los gobiernos de los estados que van de 10% al 52%. De este campo, sólo unas cuantas universidades tienen un financiamiento estatal que se encuentra entre el 40 por ciento y el 50 por ciento. Los casos son: la UABC, la U. de G., la UAEM-México, la U. de Sonora y la U. Veracruzana.
¿Qué efectos ha tenido que una mayor aportación a las universidades estatales la hagan los gobiernos estatales? La intención, al parecer es tener un justo financiamiento en función de los bienes que aporta la universidad a cada una de las regiones donde se encuentra. Sin embargo, también parece que empieza a parecer la carga económica para algunos estados y un peso político de negociación (o disputa) entre la universidad y la entidad federativa respectiva.
¿Casos? Vale mencionar brevemente dos. El primero es la Universidad de Guadalajara que en el 2010 el gobierno del estado de Jalisco le adeudada alrededor de 700 millones. El segundo caso se trata de la Universidad Veracruzana, que en este año el gobierno de esa entidad federativa no ha liberado los recursos financieros para la operatividad de la institución (Nota de Erik Juárez, Educación Futura, 26/11/2015). La deuda que tiene el gobierno del Estado con la U. Veracruzana ronda los 1,300 millones de pesos (Nota de Leticia Rosado, Central Noticias, Imagen del Golfo, 26/22/2015,), aunque también se sostiene que la cifra es cercana a los 2 mil millones (Miguel Ángel Casillas, Educación Futura, 16/11/ 2015).
La cantidad, aunque imprecisa, es más que significativa del presupuesto total de la Universidad Veracruzana que va para para sueldos y salarios y programas de calidad, infraestructura, docencia, etc. El asunto, sin duda, pone en riesgo la estabilidad de la universidad veracruzana.
La rectora de esa institución dice que han buscado las vías institucionales para el pago del adeudo a la Universidad y con ello evitar la presión de las manifestaciones y salir a las calles. Con la primera medida, al parecer los recursos se entregarán. Pero, ¿habrá que pensar en otros casos de conflicto entre universidades y entidades federativas, sobre todo cuando se avecina el recorte del presupuesto federal? ¿Será imaginable (como dice Juan Carlos Yañez, Educación Futura, 04/12/2015) y posible otras alternativas de financiamiento, como la generación de ingresos propios, que complementen el financiamiento de las universidades públicas estatales? En la próxima entrega tocaremos este tema.
Coordinador de la Maestría en Educación, Universidad Marista de Querétaro
Twitter: @cesar_garcia131