Mi artículo del miércoles pasado, “Fin del monopolio: perseverancia del normalismo”, provocó reacciones que me condujeron a una relación epistolar con amigos. Retomé dos posturas de esas cartas en mi columna del domingo 1 de mayo, “Normales rurales: el eslabón más débil”. Las reacciones a esta pieza fueron más, tanto en mi buzón como en el blog de Excélsior.
Pienso que toqué fibras sensibles. Las normales rurales fueron pieza clave en la ideología del normalismo que embonó bien con el nacionalismo revolucionario. En la educación, representaban la postura más radical del régimen de la Revolución Mexicana. Hoy, la ideología “revolucionaría” es cosa del pasado, pero dejó sedimentos. Las normales rurales son uno de esos remanentes.
Hablar de las normales rurales es una invitación a debatir, incluso con pasión. Coincido con la mayoría de mis corresponsales; estas escuelas no son iguales. Es más, estoy convencido de que cada una tiene atributos, tradiciones y símbolos que les otorgan personalidad propia. Mis compañeros investigadores que cultivan ese campo lo saben bien.
No es que quiera encasillar las posturas que colegas y lectores me enviaron; pero con fines analíticos las puedo clasificar en sesgos polares. Unos culpan a estas escuelas de ser las causantes de sus propias carencias y debilidades; su politización estancada en ideas de los años de su fundación, su atraso pedagógico y las pugnas internas.
Otros las ven como agredidas por un sistema injusto, representado por el capitalismo, la globalización, el neoliberalismo, Mexicanos Primero y Televisa. Razonan que la Secretaría de Educación Pública no es más que una marioneta del Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos.
Los defensores de una y otra visión coinciden en que las normales rurales tienen problemas académicos. Los debates son sobre las causas que originaron sus adversidades.
Quienes miran a las normales rurales como víctimas argumentan sobre su abandono, el escaso financiamiento, la incomprensión social —por ello, para hacerse escuchar, acuden a las movilizaciones— y reprochan que no se reconozca su contribución a la educación de los más pobres. Todo eso se puede documentar y otorgar validez a las posturas que celan al normalismo rural.
En el otro lado de la palestra, quienes critican a esas escuelas, no las ven abandonadas sino consentidas: no rinden los frutos que se esperan de ellas; su financiamiento no es escaso —tampoco abundante—, pero hablan más del despilfarro, del clientelismo en el otorgamiento de becas, la corrupción en los dormitorios y comedores; observan la politización de los estudiantes más como manipulación que como participación convencida. También pudieran documentarse casos en que esas conjeturas se cumplen.
Sospecho —aunque en realidad no estoy seguro de ello— que la Subsecretaría de Educación Superior tiene un diagnóstico de las escuelas normales, incluso de cada una de ellas. Por supuesto que ese dictamen se apoya en una ideología, en visiones políticas y hasta en creencias arraigadas. Los altos funcionarios son animales políticos, tienen acceso a información sensible, pero actúan hasta el momento en que reciben órdenes.
Lo que no sé —y dudo que alguien ajeno a las esferas burocráticas lo sepa— es cómo y para qué van a utilizar los datos que poseen. No imagino que el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, deje fuera de su panorama a este sector, aunque no sea una de sus prioridades. Sin embargo, no da muchas pistas al respecto. Por lo pronto, le interesa más alinear a los gobernadores en la ejecución de la Reforma Educativa, altercar con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y reñir con López Obrador.
Más allá de si las normales rurales son víctimas o culpables, a pesar de que no representan mucho en matrícula y recursos, son una pieza clave en el sistema educativo mexicano. Como expresó Jorge Andrade Cansino —reproduje una parte de su argumento en mi artículo del domingo—, sus egresados son los únicos dispuestos a ir a lugares remotos. Pero, pienso que no es suficiente que sean buenos en danzas mexicanas y en educación física. Necesitan los atributos de un buen docente. Proveerlos de ellos es la obligación del gobierno.
RETAZOS
No tengo capacidad para responder a cada mensaje que me llega al buzón o al blog del periódico. Pero expreso a mis corresponsales que siempre leo —y aprecio— sus comentarios, aunque critiquen mi argumento.