Al igual que muchos de mis colegas, corro el riesgo de generalizar. Las diferencias—que no la diversidad—son un rasgo de los sistemas de educación. No es lo mismo, por ejemplo, la “Rebsamen” de Xalapa, que la Rural de Ayotzinapa. Hay unas que de benemérita nada más tienen el nombre, en tanto que otras que tal vez sí merezcan premio y distinción, apenas se les llama institutos. Sin embargo, todas son escuelas normales; tienen un ADN común que las hermana.
No sé qué pasará con las normales. De lo que estoy convencido es de que no pueden continuar como hasta la fecha. Hay que decirlo con respeto, pero también con displicencia. Aunque haya buenas escuelas aquí y allá, algunas con historia de singularidad y brillo, el conjunto de las normales está en pésimas condiciones, más en lo académico que en lo material. En la mayoría gobiernan grupos de docentes afines a las camarillas sindicales; sus rutinas son perversas (por ejemplo, la eficiencia terminal es la más alta de la educación superior y casi no hay egresados con promedio menor a nueve); el porcentaje de profesores titulares es superior al de la UNAM, cuando el valor de sus credenciales es discutible; no tiene una producción razonable; y, lo más triste, quienes egresan de ellas—en especial de las normales rurales—no adquieren los atributos de una profesión.
En suma, según el parecer de la mayoría, las escuelas requieren de mudanzas tanto en la forma como en la sustancia. Demandan apertura a las universidades y a otras instituciones de educación superior, pero desechando las baratijas, aunque vengan de instituciones de prestigio. Tanto desde el oficialismo como desde las visiones de normalistas críticos e inconformes se clama que es indispensable un replanteamiento de fondo—cirugía mayor dirían algunos—de las escuelas normales.
No me cuadra mucho la idea de la SEP de que el rediseño y fortalecimiento son la solución a la crisis de legitimidad de las escuelas normales y también crisis de eficacia, en la que ya no voy a abundar. Menos aún cuando la redacción del designio de ese Plan, que se expresa en el documento base, no tiene pies ni claridad: “El propósito fundamental de la transformación de la educación normal, es el fortalecimiento de la formación profesional docente centrada en el aprendizaje de los estudiantes, que asegure la calidad en la educación que impartan las instituciones y la competencia académica de sus egresados; con una visión homeostática que permita mantener constante la calidad de las condiciones internas respecto a las externas, mediante procesos abiertos dinámicos y flexibles”.
No entiendo ese texto, pero me pregunto si la homeostasis mantendrá constante la calidad de las condiciones (cualquier cosa que eso quiera decir) mediante procesos abiertos que son por naturaleza lo opuesto a la autorregulación; esto, según los biólogos, significa la homeostasis. A lo mejor exagero y es un asunto de alta complejidad epistemológica más allá de mi entendimiento; me niego a creer que la SEP se ande con galimatías.
A la hora de buscar alternativas, no me convence la idea de trasladar, así no más, la formación de los docentes a las universidades existentes, pues muchas pecan de los mismos males. Quizás habría que matizar la idea de Ismael Vidales de no despedir a los docentes actuales al mismo tiempo que se integra sangre joven. Eso inflaría la nómina. Pienso que en ese caso habría que discriminar entre docentes buenos y malos. Puede haber algunos trabajadores con bastante antigüedad que se distingan por sus servicios y vocación, y otros que aunque sean jóvenes representan más de lo mismo, que entraron por palancas sindicales; o viceversa.
La parte pesimista de Emma Lozano me parece más persuasiva. La persistencia de la cultura normalista es un fardo que no se puede airear por la borda; así como los intereses creados que el gobierno tal vez se vea obligado a tomar en cuenta, como los del SNTE (que controla a la mayor parte de las escuelas), y los de los docentes y estudiantes que se niegan a perder privilegios que el corporativismo y el gobierno les concedieron por décadas, no nada más en los últimos 28 años.
De hacer caso a esas sugerencias, aun a las más radicales, en el mejor de los casos tendríamos un overhaul. Éste es un término de la aviación. Cuando un aeroplano alcanza cierto número de horas de vuelo se le hace una revisión a fondo de cada detalle. Se restaura lo que hay que cambiar, se remodela lo que queda, se ajustan los aparatos y se actualiza la tecnología. La aeronave queda como nueva, lista para otro millón de horas. Pero sigue siendo el mismo avión. Si eso hacemos, tendríamos las mismas escuelas normales, aunque con dispositivos y lenguaje nuevos.
Me resisto a pensar en alternativas razonables. Si de buenos deseos se trata, hay que pensar en un salto hacia arriba, en algo utópico: transformar a las escuelas normales en universidades. Atención, no me refiero a universidades pedagógicas, sino a universidades en toda la extensión de la palabra. Universidades donde se enseñen ciencias y humanidades, que tengan carreras profesionales y técnicas; posgrados en todos los campos del conocimiento, no sólo en educación. Claro, ello después de purgarlas de sus desarreglos más nocivos.
¿Qué esto puede tomar décadas? Todos sabemos que una verdadera reforma de la educación es un proyecto de largo plazo. Si se emprende una aventura de esta naturaleza daría elementos para pensar que este gobierno no que nada más busca legitimarse, está dispuesto a apostar por el futuro.
Esta ponencia fue leída en el Foro Nacional para la Revisión del Modelo Educativo, en Veracruz, el 8 de abril pasado.
El autor es profesor de Educación y Comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana – Xochimilco.
* El autor agradece las críticas y sugerencias de Emma Isela Lozano e Ismael Vidales. Y, lo que ya se está convirtiendo en costumbre, a Dina Beltrán López por las sugerencias de estilo.
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